Desde que sus hijos habían abandonado el hogar, su vida había perdido sentido. Sólo le quedaba el temor de los momentos de intimidad con su esposo habitualmente ausente. Su salud se había ido deteriorando al tiempo que iba perdiendo peso y las ganas de vivir. Desde hacía unas semanas arrastraba los pies para moverse por la casa, retrasando sus salidas en busca de provisiones y huyendo de las tertulias de vecindario. Cada día se obligaba a realizar sus tareas para evitar el conflicto doméstico pero su rendimiento era nulo. Comprobaba como por momentos las fuerzas le abandonaban mientras la falta de apetito y la incontinencia urinaria hacían presagiar que algo iba mal en su interior. Esa mañana le había resultado imposible levantarse, sabía lo que iba a ocurrir cuando llegara su esposo, pero ya no le importaba. Su cansancio era tal que el miedo ya no le asustaba. Sólo quería que la dejaran en paz. Cuando oyó la llegada de su carcelero, permaneció tumbada intentando perder la conciencia, mientras el otro le gritaba. Furioso, el marido le ordenaba que se levantara pero al sentirse desafiado, la agarró a dos manos y la arrastró hasta el suelo donde la mujer cayó boca abajo. Entonces empezó a golpearla, primero con los puños y después a patada limpia, mientras la insultaba y le recordaba sus obligaciones. Ella lloraba de forma automática, sin rabia ni pena ya que sólo sentía la tibieza de sus propias lágrimas. Se abandonaba al olvido, sin quejarse, ni resistirse y sin protegerse, devastada por los golpes y por ese tumor silencioso que había elegido ignorar.