Mi novela empieza cuando, en el maletero de un coche, aparece el cadáver de una periodista de la localidad y se produce la detención, después de una delicada investigación, del alcalde de la ciudad en cuyo jardín se encuentran otros cuatro cadáveres más. El interés del libro no se centra en el desarrollo de las pesquisas policiales sino en la reacción , ante la noticia, de la ciudadanía y del entorno del edil. Unos pocos se niegan a creer que alguien de su partido pueda ser un asesino en serie y apuntan a que debe de tratarse de una encerrona de los canallas de la oposición. Otros quieren dejar claro que ellos siempre vieron algo sospechoso en el mandatario, que en la intimidad, hacía gala de autoritarismo y de un carácter vengativo del que presumía, cuando decía aquello de ni olvido ni perdono, mientras lucía en público su seductora sonrisa. Las mujeres del consistorio maldecían la hora en la que habían accedido a disfrazarse de plañideras para asistir a incontables actos religiosos, donde el confeso asesino hacía gala de su fanatismo religioso. Muchos empresarios ahora negaban las comilonas con las que habían agasajado al Alcalde, los presentes que habían hecho llegar a la casa grande y las reiteradas invitaciones a las bodas de sus hijos. Mientras, diferentes colectivos hacían mutis, conocedores de los numerosos galardones, insignias y menciones honoríficas que le habían otorgado al corregidor y de las cartas dirigidas al excelentísimo, que encabezaban con: mi querido, mi amadísimo, o mejor aún, mi admiradísimo Alcalde. Las echaban a la hoguera, negando públicamente haber tenido ningún tipo de relación con el detenido.
Pero estoy pensando en darle al libro un final feliz en el que, al más puro estilo irlandés, el Alcalde acepte someterse a un tratamiento de rehabilitación y reinserción social para no verse obligado a dimitir.