Era la hora de la siesta y la telenovela. Romualdo Alfredo y Victoria María, después de un largo y doloroso desencuentro, se habían vuelto a unir, esta vez, para siempre. Era el triunfo del amor verdadero, que desbordaba la pantalla, con besos profundos y agarres apasionados. Bello él y sexy ella, se repetían promesas de felicidad y fidelidad eterna. Cualquier palabra, que se susurraban al oído, les llenaba de un gozo que hacía destellar sus perfectas dentaduras.
Entre tanto amor y embeleso, el galán se detuvo de pronto, alejándola bruscamente de su pecho, para preguntarle con intenso dramatismo, reforzado por la música de fondo: -“¿Victoria María, después de aquella noche de hace diez años, ha habido otro hombre?” Todo hacía presagiar la tragedia, hasta que la tensión se desvaneció, cuando ella, desconcertada y con cara de boba, le contestaba: – “¿Cómo crees? Yo nunca conocí varón, tú has sido el único”. Entonces el mastodonte, aliviado, se abalanzaba sobre ella para besarle y reiterarle lo mucho que la quería. Había decidido que fuera ella la madre de sus hijos. Al cabo de muchos besos y más abrazos, ella, tímidamente, pidiéndole que no se enfadara, se atrevió a preguntarle si él también le había sido fiel. Con actitud paternalista, Romualdo Alfredo se sonrió y le juró, que todas las veces que él había estado con otra mujer había sido pensando en ella. Con las hormonas revolucionadas por tanto amor y esa felicidad invasora, que te da alas y te alegra la rutina diaria, me quede pensando:-“Victoria María, que suerte que no te dejaras convencer por aquel honrado tontorrón, que quería presentarte a sus padres y ofrecerte su cariño y respeto, nunca hubieras conseguido el amor del testosterónico Romualdo Alfredo.”
En estado de levitación tuve que volver, muy a mi pesar, a la realidad. Se me hacía tarde. Había quedado para asistir a una concentración solidaria en pro de la igualdad de género y de repulsa a la violencia machista.