Mi familia me tiene por friki y bonachón. Me apasiona la tecnología y me paso las horas frente a la pantalla de ordenador. Nunca he sido muy deportista y lo cierto es que soy un gigantón amorfo, que sufrió acoso en el colegio. Pero yo siempre he querido formar una familia y por eso me casé con Isabel. Ella era una chica muy estudiosa que no tenía mucho éxito con los chicos. Tal vez por eso se fijó en mí.
La convivencia fue difícil desde un principio, los dos estábamos acostumbrados a tener criados: nuestros padres. No sabíamos nada de intendencia, ni de tareas domésticas. Cuando llegaron los niños, nuestras vidas se convirtieron en un caos. Incapaces de cuidar de nosotros mismos, resultaba hercúleo tener que cuidar de nuestros dos hijos de corta edad. Las discusiones, gritos y amenazas fueron en aumento hasta que un día el pediatra le diagnostico, al más pequeño, una discapacidad.
Fue el principio del fin. Un sentimiento de culpabilidad se apoderó de nosotros y dio lugar al resentimiento y a la desesperanza. Isabel no dejaba de reprocharme mi inutilidad doméstica y mi falta de iniciativa. Incidía una y otra vez en lo aburrido que le resultaba yo y en lo incapaz que me mostraba a la hora de tomar decisiones. El día que, después de un sinfín de reproches mutuos, me gritó que me fuera y que abandonara la casa para siempre, monté en cólera. Mi cabeza solo pensaba en hacer algo contundente que le dejara claro que me estaba hiriendo, que sus palabras me mortificaban y que estaba llegando al límite de mi cordura. Agarré un martillo, decidido a romper algo, y me ensañé con el televisor. Lo rompí a martillazos y durante una eternidad solo pude concentrarme en el destrozo. Mi mujer llamó a la policía y cuando los agentes entraron en el apartamento, pidiéndome que me tranquilizara, no terminaba de entender por que unos policías habían entrado a mi casa.
Las piernas me empezaron a flaquear y me arrastré hasta el sillón abatido, vencido y conmocionado. Por primera vez, vi a Isabel aterrada y mirándome como si fuera un extraño. Temblaba y lloraba sin consuelo, mientras los policías le repetían algo que me resultaba absurdo y surrealista:
– “Tranquila. Ya no puede hacerte daño, estamos aquí. Si te ha agredido nos lo llevamos detenido. Todo depende de lo que nos digas”.