Como policía he detenido, junto a mis compañeros, a muchos maltratadores.
He convencido por teléfono a hombres que habían huido, después de golpear a su pareja, para que se entregaran en comisaría y asumieran las consecuencias de sus acciones.
He atendido a féminas vejadas, insultadas, amenazadas, golpeadas, que en muchos casos no querían separarse del monstruo del que decían estar enamoradas.
He oído a otras exigir que detuviéramos de inmediato a su esposo, después de confesarnos que a ese imbécil no le tenían miedo.
He auxiliado a víctimas aterrorizadas, con la cara desfigurada a golpes, que se negaban a hablar de lo ocurrido y que se orinaban encima al ver llegar a su verdugo.
He acompañado a maridos, autorizados por el juez para ir, a su ya ex casa, a recoger sus cosas, escoltados por la policía después de un episodio de violencia cobarde y de una noche en el calabozo.
He esposado a energúmenos que no entendían como una mujer uniformada les podía detener.
Imposible negar el machismo y difícil no ver que las políticas de igualdad están modificando nuestra percepción de este mundo organizado, desde hace siglos, en torno al hombre. Una percepción que nos hace rechazar lo que antes veíamos como normal y cuestionar esas verdades, hasta hace poco, mayoritariamente aceptadas. Las mujeres suelen ser más sensibles a esas desigualdades de los detalles. Pero no todas entienden esta revolución porque sus referentes de poder y fortaleza son masculinos y no conciben renunciar a lo que, ellas entienden, les proporciona seguridad.
¡No, Señoras! Que las veo venir. La solución al machismo no es derrotar a los hombres.
Los asesinatos de mujeres en manos de sus parejas, a menudo, correlacionan con el machismo y por eso se está trabajando en ello, pero lo cierto es que lo que correlaciona aún más, con la decisión de acabar con la vida de esas mujeres, es la situación o el deseo de ruptura. Y ahí es donde se tienen que centrar las medidas necesarias para evitar que se repitan con tanta frecuencia esos crímenes. Las separaciones son procesos dolorosos que se extienden en el tiempo, especialmente cuando una de las partes no lo acepta. Es necesario, ante el ejercicio de este derecho cada vez más frecuente, que existan mecanismos de apoyo que faciliten esa separación física, afectiva, sexual, familiar, social y económica.
¡No, Señores! Que les veo venir. La solución al dolor no es prohibir el divorcio.
Se hace necesario un cambio de estrategias, aunque muchos ciudadanos no quieran aceptar, en esta sociedad del enemigo, que ahora toca ocuparse del malvado.
Ante la violencia y antes de que se produzca tan luctuosos desenlaces: lo primero es detectar/alertar y proteger a la víctima y lo segundo es alejar y auxiliar/acompañar al machista, al violento, al desesperado, al deprimido, al abandonado, al indignado, al psicópata, al trastornado, al candidato a suicida o resumiendo, como dicen muchas que se dicen feministas, al hijo de puta: un apelativo machista que atribuye el carácter canallesco del sujeto, a la herencia recibida de la madre.