La necesidad de luchar contra la violencia de género, que periódicamente salta a los telediarios con saña y truculencia, ha llevado a algunas mujeres a cuestionar la presunción de inocencia, que es uno de los pilares de nuestra seguridad jurídica, y que resulta imprescindible para el mantenimiento de cualquier sistema democrático. También las estrategias de lucha contra el machismo han reforzado la imagen de una mujer víctima, una mujer desamparada e incluso inmaculada que ha de ser protegida en contra de su voluntad. .
Pero muchos y muchas no han contado con que algunas mujeres, psicópatas, trastornadas, desesperadas, deprimidas, adictas, estafadoras o viudas negras se han propuesto demostrar que nosotras no siempre somos víctimas, ni tampoco buenas madres, compañeras, profesionales o simplemente ciudadanas. Y es que nosotros también somos capaces de cometer actos abyectos porque nuestra naturaleza también nos puede llevar a maltratar, engañar, traicionar, desvalijar, apuñalar, amputar o envenenar. Y esto, señores, no es negar la violencia machista, con la que los policías nos enfrentamos a diario.
En las tertulias televisivas o en las entrevistas a mujeres la pregunta recurrente es si el mundo funcionaría mejor si mandáramos nosotras. Teniendo en cuenta las cualidades que tradicionalmente y sistemáticamente se le atribuye a las mujeres: lealtad, bondad, dulzura, prudencia, uno tendría la tentación de decir que si. Pero el día a día, conforme las mujeres se van encumbrando en puestos de responsabilidad en las empresas y en las Instituciones, nos demuestra que las políticas que han estado o están en primera línea, por ejemplo en Marbella, en León, en Madrid o en Valencia también pueden ser auténticas arpías, caciques, prevaricadoras y corruptas, sin tener nada que envidiarle a sus homólogos del sexo masculino.
Recientemente en Murcia dos féminas se han señalado, sin pudor, por su transfugismo político que ha dejado de ser legítimo a partir del momento en el que han aceptado públicamente unas prebendas que las han fijado a unos sillones en los que, en verdad, nadie las quiere ver sentadas, si no fuera porque esas posaderas le han salvado el culo a un gobierno de paja.
La superioridad física del hombre ha condicionado la gestión y nuestra visión del mundo y de las personas. Eso es el machismo y eso es lo que hay que cambiar, no porque las mujeres seamos diferentes sino porque ambos sexos son terriblemente semejantes.