Los niños emperadores
Hace años, escribí un cuento sobre lo que un prestigioso psicólogo, en una de sus publicaciones, llamó: niños emperadores. Esos niños que tiranizan a sus padres después de descubrir el poder que tienen sobre ellos. Ellos saben que hagan lo que hagan, estos siempre estarán al quite. Por ellos, día tras día, los retoños se irán volviendo cada vez más egoístas e impertinentes, mientras van acumulando exigencias, de inmediato cumplimiento. Consiguen así, que los padres se vuelven invisibles, a golpes de chantaje emocional y progresivamente también de amenazas, que les obligan a ceder cada vez más. En muchos casos, el padre y la madre se privan de lo más esencial para poder darle al niño todos sus caprichos. Siempre insatisfechos, esos hijos terminan por despreciar cualquier tipo de afecto y convierten todo lo que se les dice en ataques personales, porque ellos se lo merecen todo. Los padres son simples cajeros automáticos y pringaos que solucionan los conflictos que esos niños van creando con amigos, vecinos, profesores e incluso policías. Ahora, después de dos décadas, esos monstruos, sin límites ni obligaciones, han llegado a la autolisis. Quieren seguir llamando la atención de unos padres que, al parecer, no han hecho suficiente. Esa tiranía la intentan extender a sus parejas, cuando son adolescentes, y a sus amigos. Se han revestido del papel de víctimas, reforzado por unos padres que recurren al psiquiatra para que los medique y al psicólogo para que los escuche. Pero cuando intervienes con ellos, e intuyes lo manipuladores y despiadados que son algunos, a quién te gustaría salvar es a los padres, que andan desquiciados porque han perdido la esperanza.