Sé que algunos piensan que soy una mojigata. Una niña consentida, que vive preocupada por su aspecto físico y su estilismo. En verdad cuido los detalles de mi indumentaria por que me dan seguridad. Y esa seguridad es la que provoca asombro a mi alrededor. Diariamente me cruzo con miradas de ambos sexos que parecen querer relamer mi cuerpo, especialmente cuando llevo ropa de tipo colegiala y extensiones con lazos de colores. Es cierto que aparento tener la mitad de la edad que tengo en realidad pero les aseguro que no soy una niña. No soy la chica inocente que aparento. Tal vez ese pañuelo que tapa mi boca y que suele complementar mis estrambóticos atuendos, tenga algo de inquietante. Sin rictus, mi cara tiene la belleza de una muñeca de ojos grandes, nariz chata, piel perfecta y pelo de seda azabache.
Creerán que soy frágil y algo gótica, con ese traje de terciopelo burdeos que estiliza mi figura filiforme, pero no se engañen. He estado trabajando, durante una década, en un ping pong show, en la ciudad de Bangkok. Allí, de madrugada, la sala de fiesta y espectáculos se llena de extranjeros que entran en el local, riéndose nerviosos, para terminar desmadrándose conforme va avanzando la noche. Muchos hombres asisten al show, acompañados de sus mujeres que se creen obligadas a reírles las gracias a unos esposos, que ya andan cachondos. En medio de tanta gimnasia vaginal, exhibida sin pudor, algunos se ponen en pie, excitados, y se echan mano al paquete mientras sueltan alguna grosería, que la gente vitorea.
Yo era la estrella del número final. Como colofón a la exhibición de vaginas y contoneos de pompis, llegaba yo con mi número de strip-tease.
Moviendo las caderas y los hombros, mientras me quitaba la ropa: todos quedaban fascinados por mi cuerpo felino. Mi piel maquillada con tonalidades oro, mis piernas interminables y mi trasero musculado no dejaban a nadie indiferente, a pesar de que mi atractivo careciera de voluptuosidad: mis pechos eran solo pezones.
Mientras todos callaban, dejándose subyugar por esa música contorsionista y libidinosa, terminaba mi numerito de espaldas, apoyada sobre la punta de los pies, con los brazos alzados hacia el infinito y las manos atormentadas, como las de una bailarina de ballet clásico.
Cuando el público rompía a aplaudir me giraba y – ¡oh sorpresa! – tiraba de mi tanga para dejar caer una verga descomunal, que parecía imposible de disimular.
Todos enmudecían, tardando unos minutos en reaccionar y en estallar en risotadas. Era la venganza de las señoras que habían visto como babeaban sus esposos, alucinados por mi anatomía.
Una de esas noches de farra, conocí al señor Merkel, un alemán senescente, que resultó ser un famoso crítico gastronómico en su país. Llevaba varias noches viniendo al barrio de Patpong, a ver el espectáculo. A cambio de un puñado de baths, que entrego a uno de los porteros del local, consiguió conocerme.
– “ Me he enamorado de ti. -me dijo el teutón, sin preámbulos, ni presentaciones.
– Suele pasar –aseguré con aplomo, acostumbrada a que, una y otra vez, se repitiera la misma escena.
– Quiero que actúes solo para mí –insistió, con autoridad, el sibarita.
– Ponte a la cola – le solté con orgullo y sorna.
– ¿Te vendrías conmigo a Alemania? Te pagaré 200.000 dólares.
– Gano más aquí -le contesté de forma automática.
– Si te comprometes a viajar conmigo y a permanecer a mi lado, mínimo cinco años, te entrego un millón de dólares. Es mi última oferta – insistió mi obstinado admirador -No te arrepentirás.
– Quiero cobrar con antelación –le advertí.
– Hecho –exclamó el Romeo, agarrándome por la cintura y sentándome sobre sus rodillas.”
Ahora vivo en Berlín y soy estudiante de comunicación. Soy una alumna peculiar que algunos tachan de fricki, pero en verdad sigo siendo una ladyboy. Ejerzo de mujer frágil, presumida, superficial, educada y elegante. También soy lenguaraz y eso, tanto en sentido propio como en sentido figurado, le encanta al señor Merkel, que disfruta conmigo de su papel de pecaminoso padre adoptivo.