Su infancia discurrió por las calles del barrio donde las viviendas eran modestas y carecían de comodidades. Muy pronto tuvo que lidiar con otros niños que le lanzaban objetos, le pinchaban con detornilladores e incluso le disparaban con escopetas de perdigones solo por el placer de la diversión o para quitarle un balón o un simple bocadillo. Las pandillas de mocosos descamisados en bicicleta tenían atemorizado a los abuelos que vivían en el barrio. Arramblaban con todo lo que les hacía objeto y también con lo que no, dejando un rastro de destrucción a su paso. Gritos, amenazas, coaciones y zarandeos conformaban el lenguaje más habitual de ese mundo periférico y marginal.
Al madurar fue testigo de los trapicheos que se llevaban a cabo en el barrio y de la proliferación de plantaciones de marihuana que custodiaban con celo algunas familias extensas. En las peleas callejeras pronto comprendió que no podía demostrar miedo. La única salvación posible era hacerse respetar a riesgo de jugarse la vida en cada encerrona y en cada intento de coacción.
Se marchó al Ejercito y allí, obsesionado por ponerse a prueba, se especializó en buceo, en escalada, en paracaidismo e incluso en el manejo de explosivos. Entrenó hasta la extenuación para aumentar su masa muscular y dar la talla en los ejercicios de supervivencia y de guerrilla urbana.
Después de su vía crucis particular, el muchacho decidió hacerse policía. Iba a poder ser útil y cambiar las cosas en su entorno.
Pero era la época de bonanza y corrupción, en la que los políticos preferían que los policías fueran amigos. Para seducir y distraer a los ciudadanos, y aplicando las reglas de marketing, inventaron la policía de barrio, la policía de proximidad, la policía cercana, la policía de comunidad, la policía de salón y protocolo especializada en rendir pleitesía y adular a mengano y a fulano.
En su empresa municipal, sus intervenciones no eran valoradas. Sus detenciones policiales eran criticadas. Su implicación era cuestionada por sus propios mandos y su eficacia puesta bajo sospecha por resultar demasiado incómoda.
Tuvo que renunciar a su vocación y, al volver a casa, los narcos le ofrecieron trabajo. Ahora era la oportunidad de lucrarse con toda la experiencia adquirida…
Se había criado en el fango y sin ayuda de nadie. Solo con el calor de su familia que le inculcó valores y un concepto de algo que su padre llamaba honor y que ahora ha quedado trasnochado. Por eso dijo que no. Y por eso siguió su camino de superación hasta conseguir salir del barrio, con esfuerzo y dentro de la legalidad. No quería que sus hijos tuvieran que enfrentarse a las situaciones de su infancia.
Su historia bien se podia haber titulado la forja de un rebelde pero lo destacable es que él es la prueba fehaciente de que las cosas se pueden cambiar y de que siempre hay esperanza.
Pero para luchar contra ese caos invisible, de volencia y crimen que va en aumento y que es necesario visibilizar, ha de existir interés y una firme voluntad política de esos niños de papá, con falsas titulaciones, que son los que, de forma generalizada, nos gobiernan ahora.