Marce me ha mandado una foto que, hace dos años, nos fue imposible conseguir durante nuestro viaje a Afganistán: la foto de una familia afgana al completo. Un padre con sus tres hijos varones y dos niñas, una adolescente y otra pequeñita, pegada a las faldas de su madre. La instantánea parece tomada en sepia pero en verdad está teñida del color ocre de un paisaje en el que se mezcla la arena y las piedras de un territorio hostil. Allí el sol abrasa y las temperaturas, por la noche, se suicidan al caer bajo cero.
Todos van cubiertos de harapos que han tomado el color de esa tierra lunar. Miran, ellos con extrañeza y ellas con temor, a una cámara acostumbrada a fotografiar ruinas y bombardeos. Los varones llevan calcetines bajo sus sandalias de cuero y trapo pero llama la atención que ellas muestran sus tobillos y sus pies al descubierto bajo un calzado hecho jirones. Tienen que soportar las laceraciones y las llagas que les impone el frío y el trabajo duro. De nada sirve que los soldados españoles repartan, a las mujeres y niñas afganas, prendas de abrigo, medicinas u ortopedias, todo termina vendido en el mercado negro.
La mujer y la joven llevan la cara tapada, dejando adivinar unos ojos oscuros sin esperanza. La pequeña, que posa sin cubrirse, es cejijunta como sus hermanos. Los cuatro pequeños se parecen como los dátiles de una misma palmera. Lo que les diferencia no está a la vista y no lo recoge la cámara pero esa diferencia, a la niña, le joderá la vida.
En el suelo, una cesta de mimbre remendada luce repleta de pistachos de color ceniza. Es el único tesoro que tienen. Su único motivo de orgullo.