Era el talabartero de Kandahar. Diariamente remendaba los correajes de las tropas estadounidenses desplazadas en la zona. Los soldados confiaban en el artesano y le llevaban botas, correas y trinchas con la seguridad de que el trabajo estaría listo en la fecha acordada. También el guarnicionero se desplazaba al campamento yanqui con su furgoneta para recoger el material que debía de ser reparado especialmente lonas y cobertores de camuflaje. Hombre callado y sabio, sus manos tenían una habilidad excepcional capaz de domar cualquier clase de cuero e incluso materiales sintéticos llegados de occidente. Todos le llamaban Semir y se entendían con él por señas y con un escaso vocabulario anglosajón que les permitía acordar remiendos, remaches y soluciones ingeniosas para solventar cualquier rotura inoportuna.
Cuando entraron en tromba en su taller, hallaron al artista afanado en su tarea. Imperturbable como siempre, miró a los recién llegados, armados hasta los dientes. Se puso en pie y, sin perder la calma, abandonó el punzón con el que estaba trabajando. Con un atisbo de demencia en la mirada y al grito de “Alá es grande”, en un milisegundo se desintegró, como en los cuentos, emulando a un genio maligno.
La semana anterior cuatro talibanes, ataviados con chalecos explosivos, se habían internado en el fortín norteamericano con improvisados planos de las instalaciones. Cuando fueron localizados por una patrulla de la policía militar, se inmolaron dentro del recinto, activando la mezcla de dinamita y aluminio de sus mortíferos atuendos. La investigación forense pudo recomponer el puzzle humano y reconocer en las puntadas de los chalecos artesanos la obra del Ifrit que, consecuente con su fanatismo, utilizó su propio ingenio para volatilizarse y evitar así ser detenido por infieles.