Las escenas de accidentes ferroviarios no pueden ser más desagradables. A lo largo de treinta años de servicio, estas no han dejado de repetirse, con bastante frecuencia, en las proximidades de la capital murciana. El ferrocarril, tradicionalmente menospreciado, discurre al aire libre y se va adentrando por el sur, en una ciudad en expansión que va devorando su huerta. En Murcia, las vías pueden franquearse mediante pasos a nivel ya sin vigilancia que los peatones y sobre todo los ciclistas no suelen respetar y que son responsables del colapso de tráfico cada vez que se bajan las barreras. Con la crisis, que ha destapado la corrupción masiva en torno a la construcción de grandes infraestructuras, la necesidad de soterramiento ha dejado de ser prioritaria, a pesar de las continuas protestas ciudadanas. Estas, protagonizadas por un puñado de vecinos, tienen lugar todas las semanas ante la indiferencia de una ciudad poco dada a las reivindicaciones. Los afectados se manifiestan cortando las vías y en ocasiones deteniendo los trenes que pretenden acceder a la vetusta e incómoda estación del Carmen, en cuyos aledaños el tiempo parece haberse detenido. El ferrocarril, con sus músculos de acero, se ha convertido así, a lo largo de los años, en un verdugo implacable.
Las muertes ferroviarias son el resultado de imprudencias originadas por la creencia de que las desgracias sólo les ocurren a los demás y de que la tragedia no tiene cabida en una rutina amenizada por las prisas. Pero también son el fruto de pensamientos luctuosos que conducen al suicidio, cuya estadística con la crisis se ha disparado junto a otros comportamientos violentos. Esos suicidios tienen lugar especialmente en determinadas épocas del año en las que el clima, combinado con la depresión y la soledad, resulta letal. En estos casos, la elección del tren como instrumento para acabar con la propia vida, por su contundencia, resulta especialmente cruel cuando el cuerpo termina mutilado o hecho picadillo. También, por sus repercusiones mediáticas, arrojarse a las vías se puede interpretar como un último intento del fallecido por comunicarle, a la familia o a la sociedad, su responsabilidad en el suicidio. Como forma de venganza o por desesperación, recurrir al atropello es una prueba evidente de la determinación de la víctima que pretende asegurarse de que tal decisión no quedara en tentativa.
En la Región, dicho recurso, que no requiere premeditación ni puesta en escena, es utilizado por las mujeres habitualmente más propensas a la ingestión de venenos o fármacos y a la precipitación desde la propia vivienda. También la vía férrea es el instrumento elegido por los hombres que en la mayoría de los casos suelen acabar con sus vidas recurriendo, a menudo en lugares públicos, a diferentes técnicas de ahorcamiento y en alguna ocasión a la utilización de armas de fuego, cuando tienen acceso a ellas.
¿Tren: progreso o verdugo? Del soterramiento depende 🙂