Se había especializado en el cuidado de ancianos y lo cierto es que todos sus pacientes le adoraban. Desde un primer momento, cuando les ofreció sus servicios, les había inspirado confianza, con esos trajes hechos a medida y esos zapatos de charol, que siempre llevaba relucientes.
Y es que su atuendo, junto a su pelo ligeramente engominado peinado hacia atrás, le confería un aire un tanto demodé. Esa elegancia, de otra época, contribuía a despertar simpatías en el barrio y especialmente entre las personas de edad avanzada que estaban convencidas de que, repeinados y con buenos zapatos, uno podía ir a todos lados.
Hombre educado y de paciencia infinita, solía pararse en los portales para charlar con los vecinos. Estos, en ocasiones, le pedían consejos sobre los medicamentos que debían tomar o sobre las precauciones que convenía adoptar, para conservar la salud, mientras él les escuchaba mirándolos a los ojos y fumando sus cigarrillos mentolados. Todos respetaban sus opiniones y consejos. El boca a boca le había proporcionado una clientela, que el mismo se encargaba de seleccionar.
El ahora cuidador de ancianos había vivido en Nueva York y allí se había formado como quiropráctico: era famoso por sus imposiciones de manos. A todos les había contado su vida de lujo y frenesí en esa ciudad tan cosmopolita, en la que se había codeado con celebridades. Guardaba recuerdos entrañables de su estancia en el país, como un concierto del mismísimo Sinatra, que, según aseguraba, le había recibido en su camerino después de su actuación. Durante su aventura americana se había interesado por la medicina china, que los inmigrantes asiáticos habían popularizados en todo el continente.
Renegando de esa vida de lujuria, con su erudito bagaje, había regresado a España y presumía ahora de disponer de pócimas e ungüentos que había exportado desde el barrio rojo de la gran manzana, para aliviar el sufrimiento y los achaques de la vejez. Sus atenciones tenían el poder de fidelizar a los octogenarios, que diariamente, negándose a salir a la calle, le esperaban impacientes. Curiosamente la mayoría de ellos no tenía familiares directos que cuidaran de ellos.
Su principal instrumento de trabajo lo transportaba en un inquietante estuche de piel marrón, con incrustaciones de marfil, con forma de dragón. En su interior una jeringuilla de cristal era su cómplice, para el ejercicio de su magia blanca.
Diariamente, se desplazaba a sus domicilios para proporcionar, a los ancianos, una savia amarga que les incendiaba las venas y les disparaba el corazón y las neuronas, hasta culminar en un placer imposible de describir. El polvo blanco, inyectado en pequeños dosis, sometía la voluntad de los abuelos a ese seductor ángel de la guarda, del que ya no podían prescindir. Sin ofrecer resistencia, le hacían entrega del dinero que habían ahorrado a lo largo de sus vidas, suplicando, después de horas de espera, un nuevo chute de heroína, que les conduciría a una muerte lenta y a sumar un nuevo crimen perfecto en el currículum de tan encantador psicópata.