Las olas rompen con decisión a escasos metros de la orilla. Parece como si los dioses ordenaran el paisaje cada mañana, porque siempre es bello y hermoso, salvaje y civilizado, explosivo y apacible. Los gorriones entonan sus cánticos mientras las gaviotas planean a escasos metros de un agua salada y fresca. Si Serrat escribió Mediterráneo, seguro que lo hizo pensando en un lugar así. Un paradero desconocido, escondido, donde no encontraría inconveniente alguno Julio Iglesias para casarse vestido de lino blanco.
Es huída, provocación, éxtasis, locura, paz y belleza. Las playas de Mazarrón tienen un gran ‘cocktail‘ de ingredientes que pueden fascinar a cualquiera que desee visitarlas, porque lo atrapan en una burbuja donde no existe nada más que relajación y olvido. El que escribe da fe de ello, pues me encuentro en Bolnuevo, una playa kilométrica en la que sólo se puede apreciar, a lo lejos, a un pequeño grupo de personas que disfrutan del sol. Hay zonas en las que la arena se mezcla con piedras, y otras en las que es fina como la sal. Y las olas se destrozan ellas solas mientras solo se escucha la voz del viento. Una brisa tierna que no hace más que acariciar este invierno frío y atrevido.
Detrás de mí se encuentra ‘La Ciudad Encantada’. Un conjunto de rocas de tierra, situadas junto a una montaña, que llenan de expresividad el paisaje. Fue la naturaleza la que se encargó de dar forma a esas piedras. Una se muestra como una especie de champiñón gigante y la otra tiene forma de árbol sin ramas. Además se complementan con un precipicio de vértigo. Sin duda, es un lugar en el que podría rodarse perfectamente una película del oeste o un filme protagonizado por el mismísimo Jonnhy Depp. Pistoleros o piratas. ‘Dulcineas’ o ‘Donquijotes’. Da igual. Todos encajarían perfectamente.
Justo al extremo opuesto se encuentra Isla Plana, una playa que pertenece al término municipal de Cartagena y que colinda con La Azohía. Es tan característica que con tan solo bajar una pequeña montaña uno puede toparse con las llaves del mar. Abierto al mar. De cara al mar. De frente. Adentro. Lleno de un agua azul espirituosa que embalsama los sueños más profundos y prohibidos.
Ya lo dijo el carismático Paco Rabal. En una ocasión, aseguró que, junto a Águilas, “se encontraban las mejores playas de toda España”. Y es que el aguileño se inventó un personaje -que nunca figuró en escena- cuando rodó la serie Juncal. “Soy natural de Águilas y tengo un primo en Mazarrón”, decía José Álvarez ‘Juncal’.
Da igual que sea primavera, verano, otoño o invierno. Mazarrón siempre es un paraíso que sólo se aprecia cuando se contempla con los propios ojos. Es una tierra donde no hay relojes, el tiempo no existe y las esperas no son esperas, porque uno mismo gobierna sus movimientos y comportamientos. Solo mirar el mar merece la pena. Y después de haber visto con mis propios ojos cada día este paisaje indescriptible por su belleza, entiendo a Albert Camus cuando escribió “en lo más profundo del invierno, finalmente, aprendí que dentro de mí existe un verano invencible”. El mar que llevo dentro.