El mar se agita al ritmo de los truenos y al son de los destellos de luz que desprenden los relámpagos. Dylan me mira sujetando un bastón. La instantánea, de la época de ‘Things have changed’, preside la extensa pared blanca de un salón en el que un silencio ensordecedor hace que te sientas sumergido en un planeta alejado de toda vida humana. Y el maestro habla: “Si la Biblia no se equivoca, este mundo va a reventar”. Da igual que sean las dos de la madrugada, porque él siempre tiene algunas palabras que regalar a mis oídos. Afuera, donde el frío se mete en los huesos y la soledad de la noche reina en medio de la nada, hay un lugar inmenso, eterno y fascinante. A veces, aburrido. En ocasiones, divertido. Siempre, relajante. Un sitio capaz de desquiciar cualquier mente, o de arreglarla; de hacer y de deshacer el mundo. Pero cuando desquicia llega la peor de las desidias: un trecho de poca bondad que se apodera del ser, aunque consigue hacerte sentir vivo. El abismo y el cielo. El precipicio y la gloria. El límite y la locura. La contradicción y la verdad. Una jodida montaña rusa en la que no sabes si merece la pena subir en ella. Viajes. Idas y venidas. Y Dylan sentencia con rotundidad y firmeza: “De pie en el patíbulo con la soga al cuello. En cualquier momento se puede liar la bronca. Este lugar no me está sentando nada bien. Me he equivocado de ciudad; debería estar en Hollywood. Por un instante me pareció ver algo moverse…”. En blanco y negro.