28 de agosto de 2016
(«Sentir un abrazo de alguien en quien confiamos es una manera efectiva de reducir el estrés», dice Sheldon Cohen)
Que me voy, así es que, teniendo claro como tengo que las vacaciones están muy bien, pero que las vacaciones con dinero para hacer el indio adinerado, o el indio Thyssen, están mucho mejor, si bien lo que te va a tocar es apañártelas como puedas con lo puesto y un bizcocho, y dando gracias encima por tener buena salud, suponiendo que así sea, me propongo acompañarme en mi viaje de buen humor, imaginación y algunos libros que no te salgan rana. Cosas para las que se necesita poco «parné» y buena disposición, que también es gratis, y a cuya conclusión llegas por la experiencia que da tener medio dedo de frente, algunos años ya viéndolas venir y la constatación de como, a veces, un beso inesperado te transporta más allá de Orión, eso sí, ida y vuelta en el mismo día. Claro está que tampoco los besos caen del cielo, ni la paciencia, ni el buen gobernante, ni la prudencia y ni siquiera Mary Poppins, otra que tal.
Hay besos que se hacen de rogar y que, cuando llegan, deseas que no se apaguen nunca, como también hay peligros con sed de mal que te esperan embozados tras la esquina: la confianza mal depositada, la confianza ciega, toda idolatría, la estupidez que se pavonea de sí misma. Quiero ser imaginativo, como lo es el amigo camerunés de Tahar Ben Jelloun, que siempre dice «llego» cuando se va y «estamos juntos» cuando deja a alguien; quiero, como todos, ser feliz, a ser posible serlo lo más gratis posible, y no por tacañería, ¡qué coño!, sino por necesidad y porque a la fuerza ahorcan.
Leo, y no en cualquier libro ridículo de autoayuda, ni tampoco escrito por ningún ‘coaching’ –si usted no tiene ya a sueldo un ‘coaching’ en su vida, en horario a convenir, usted no es nadie o es un pringado cualquiera–, que uno de los cuatro gestos que nos pueden ayudar a ser felices, aunque no hace falta serlo tanto como para ponerse a cantar a lo tonto, en plan Pablo Echenique, que por cierto en la intimidad puede cantar lo que le venga en gana, eso tan flaubertiano y tan de Offenbach de «chúpame la minga, Dominga, que vengo de Francia»–, es el de dar abrazos, colgarte del cuello, abrazos sin escatimar abrazos y abrazos sin esperar nada a cambio, ni siquiera que la próxima vez que te vean llegar no salgan corriendo al galope.
Lo dice, lo de los abrazos, Sheldon Cohen, director del laboratorio del estudio de Estrés, Inmunidad y Enfermedad de la Carnegie Mellon University. Y lo dice tras llevar a cabo una investigación, recién publicada en la revista ‘Psychological Science’, de la que no se apuren por no tener ni la menor idea de su existencia terrenal, que «sentir un abrazo de alguien en quien confiamos es una manera efectiva de reducir el estrés, y que aquellos que reciben más abrazos están de algún modo más protegidos». Por supuesto, para que esto funcione, primero tendremos que tener gente en la que confiemos de verdad, échele usted si quiere guindas al pavo pero no pierda la esperanza de encontrarla; ánimo, fíjese que está previsto que 10.000 millones de personas pueblen la Tierra en 2053, fecha en la que a lo mejor ya tenemos Gobierno en España o estaremos cerca.
«Mira», me digo, «tú que te reías de lo de los abrazos cuando te lo recomendó Jorge Bucay, y ahora te lo recomienda nada menos que Sheldon Cohen». Ya son dos con la misma cantinela y ya se sabe que la unión hace la fuerza. Pero no sé yo… Probemos con los libros, probemos a darnos otra oportunidad y probemos a no esperar demasiado, o incluso nada, cuando optamos por cruzarnos de brazos: para así no abrazar, ni dar la cara, ni mojarse pero sí lamentarse, pobre de mí, triste de mí, pero aquí me quedo clavado esperando que vengan los seguidores de Sheldon Cohen a insuflarme ánimos. Joder, hazlo tú, inténtalo, equivócate, ‘llega’ cuando te vas y ‘estate’ con alguien cuando lo dejas.
Pasaré para comprar algunos libros por ‘La Montaña Mágica’, la librería que hace navegar en Cartagena el poeta Vicente Velasco, autor de estos versos: «Pon tu mano en mi pecho / y contempla el rostro más antiguo / de las lágrimas». Si deciden ir a ser felices entre sus libros, no se corten, háganlo: pongan su mano en su pecho y contemplen el rostro más antiguo de las lágrimas. A ver qué pasa. Un día me dijo: «Solo quiero lo que pueda alcanzar con mis propias manos. Nada de intermediarios ni promesas». Sí señor, allá que vamos, ¿venga un abrazo?