9 de octubre de 2016
(Los procesados le montaron una bronca de bienvenida al fiscal anticorrupción porque se refirió a la tarjetas como «tarjetas ‘black’»)
Sesenta y seis criaturas patrias, en la flor de sus vidas y en la flor de la canela, como quien dice empezando a volar del nido, ángeles custodios, bellísimas personas, todo corazón, espartanos como soldados en plena batalla en sus gastos y gustos, humanistas convencidos, solidarios a plomo, incorruptibles, íntegros, éticos, filósofos de la contemporaneidad, excelentes gestores del dinero ajeno, damas y caballeros, gente de paz, listos como el hambre, varias veces todos doctores ‘honoris causa’, coherentes cien por cien con sus ideologías –qué bien, qué gusto da la pluralidad: los hay de izquierdas y de derechas, qué monos todos…–. Ahí están, 66 ejemplos de ahorro responsable a seguir, 66 procesados en el juicio de las tarjetas ‘black’ –opacas, dicho en español de Cervantes, en cuyo IV Centenario es México, y no España, el país que le va a dedicar el gran evento cultural que se merece– de Caja Madrid y Bankia.
Doce millones invisibles para el fisco se bebieron, se comieron y se regalaron a sí mismos y a sus familiares, amigos y amantes los procesados, por supuesto todos ellos indignados con la situación tan injusta de la que son objeto hoy por parte de la Justicia, que es muy caprichosa y muy suya. A la cabeza de las eminencias, dos hombres, un destino y muy distinta cabellera: Miguel Blesa, o sea nadie; y Rodrigo Rato, quien podría haber llegado a ser presidente de España, lo cual, no lo nieguen, hace que se mire a Mariano Rajoy, pese a todos los pesares –uno de los pesares llamado Luis Bárcenas– de otro modo. La Fiscalía pide seis años a la sombra para el primero, y cuatro años y medio para el segundo, bajo cuyas presidencias, consejeros y directivos estaban encantados de no tener que llevarse de casa el bocadillo y un plátano.
El juicio, que preside la magistrada ‘azote de etarras’ Ángela Murillo, la que llamó lo que es al etarra ‘cabrón’ ‘Txapote’, no empezó siendo muy del agrado de los 66 elegidos para la gloria, que le montaron una bronca de bienvenida al fiscal anticorrupción, Alejandro Luzón, porque se refirió a la tarjetas como «tarjetas ‘black’», y los arcángeles entendieron que estaba prejuzgando, que estaba echando leña al fuego, dándole caña al mono y, casi, ofendiendo la memoria de sus familiares, amigos, conocidos y vecinos difuntos, que en paz descansen.
No sé si llegará a perder la calma Murillo conforme vayan explicando la desvergonzada utilización para todo de todo lo imaginable de las tarjetas dichosas, con las que se vieron el cielo de las compras abierto de par en par, y tonto de baba el último que no tire de saldo para casa. Un ejemplo entre un millón: Ricardo Romero de Tejada, con unos apellidos muy de la morena de mi copla, tendrá que explicar muy bien por qué tiene la cara pétrea de considerar gastos de representación los 1.400 euros que gastó en herrajes de lujo para su yeguada, que todo lo tiene mi María Antonieta, y los nada menos que 26.000 que se fumó en puros, mientras tarareaba, a mayor gloria de la adormecida sociedad española que durante años se ha dejado robar la ropa mientras nadaba en Babia, eso de «fumando espero…».
Romero de Tejada pensaba que el humo se lo llevaría el aire, mientras que el empresario Arturo Fernández, con ese desparpajo suyo tan de español hecho un toro bravo a sí mismo, ya le soltó en su día al juez instructor Andreu que creía que la tarjeta B con la que había pagado con mucho gusto las comidas que se metía entre pecho y espalda en los restaurantes de su propiedad, a los que acudía a hacer gasto con el dinero de otros porque «son más baratos y porque son míos», era una tarjeta ¡transparente! Claro, hombre, y ¡comestible!
Habrá que esperar a que se pronuncie la Justicia, por supuesto, que ha de repartir estos días, ¡ya era hora!, esfuerzos y escalofríos con el ‘caso Gürtel’, que todavía da más asco, más que pensar y más quebraderos de cabeza a la gobernabilidad de España, porque, como dice Soraya Sáenz de Santamaría, a la que nombro en este momento mi filósofa de cabecera: «No conviene merendarse la cena». Eso, no.