16 de octubre de 2016
(Un silencio de una pureza extrema se ha apoderado de la sala de cine)
Estamos en el cine hechos unos ‘Juan Carlos y Sofía’ hundidos en unos sillones comodísimos que parecen tronos espaciales, ¡bien! Uno de estos días cualquiera. Sesión de noche con un final de jornada con atmósfera primaveral, aunque lo jodido del asunto es que sigue sin habernos tocado el ‘cuponazo’, y no digo el bote millonario de ‘Pasapalabra’ porque no querrá usted que nos lo llevemos de milagro si no concursamos. ¡Oh, sorpresa, lleno total en la sala! Hasta la bandera española de público de todas las edades y de cajas de palomitas de todos los tamaños. ¡Dios mío, las palomitas están a precio de pepitas de oro! Todo el mundo habla, incluso del lamentable ridículo que está haciendo el PSOE, perdido por completo el Norte, incluida la del Sur, la tan latosa Susana Díaz. Incluso del PP y de su avariciosa acumulación de descréditos y despropósitos, y de Podemos y su maestría impecable en el arte de desinflarse, o de este país que se rinde y se deprime a marchas forzadas y, como consecuencia, el viejo y paralizante refrán cobra fuerzas: «Más vale malo conocido…».
Se habla y muchos comen palomitas, sí, ya que están a precio de pepitas de oro no conviene desaprovecharlas. Yo mismo he tenido casi que vender el coche para comprarme una dosis. Hay buen ambiente, se escuchan risas también de todas las edades, la gente habla animadamente; algunos lo hacen a través del móvil, que otros utilizan para mandar sus últimos mensajes, básicamente chorradas, dicho con todo respeto, con todo cariño, con todo conocimiento de causa. Todo normal, distendido, incluso agradable.
Se apagan las luces. Ahora estamos todos comodísimos en nuestros tronos espaciales, como si fuésemos ‘Juan Carlos y Sofía’, pero ya sin poder vernos las caras; según a quién tengamos al lado, se agradece. Arranca la película. Pasa un minuto y, cuando empieza a correr el segundo, ya no se escucha en toda la sala ni una mosca. Un silencio solemne, de una pureza extrema, increíble, se ha adueñado pacíficamente de la sala, que empieza a respirar, pausadamente, rítmicamente, saludablemente, comportándose como si de un solo cuerpo libre se tratase, de un solo corazón despierto, herido, expectante… Hablamos de un colectivo verdaderamente humano, en el sentido de aquello que nos hace grandes pese a nuestras miserias, que nos convierte en necesarios, nos dignifica y nos salva como especie: la compasión, el Arte, enfrentarte a la injusticia, la conmoción ante el dolor ajeno y el comprensible temor ante la muerte, que resulta tan complicada de comprender y tan amarga de aceptar.
Pasa el tiempo. Hace ya rato que somos casi todos los que hemos dejado aparcadas las palomitas, y todos los que miramos la pantalla, con el alma sobrecogida, contemplando la mirada asustada, conmovedora, despierta y anhelante de un poco de ayuda, de esperanza, de comprensión y de deseos de que acabe su pesadilla, del niño que protagoniza la película, cuya historia te tiene atrapado por la torrencial verdad con la que está contada. Una historia tan real, tan frecuente, y tan triste como la vida misma cuando se presenta con esa cara tempestuosa de la moneda: la enfermedad y la muerte de los seres queridos, la lejanía del padre o de la madre, el acoso escolar de una violencia salvaje, el sentimiento de culpa, las infancias truncadas, la pérdida abrupta de toda confianza en el futuro, la contemplación de tu lugar en el mundo como un lugar eternamente sombrío y lluvioso. ¡Joder, a ver quién no se emociona con la que está cayendo!
A Conor O’Malley –genial Lewis MacDougall–, que así se llama el protagonista de la historia, y que tiene por ‘abuela’ a Sigourney Weaver, que nos tiene sin poder cerrar la boca desde que la vimos hecha un pimpollo en ‘Alien’ (1979), un monstruo va a verle y bienvenido sea. Un monstruo –imaginado, sentido, real o deslumbrantemente mágico…– va a ver a Conor y le brinda su consejo, su sabiduría; un monstruo va a verle y le hace sentir que le importa lo que le pasa; un monstruo va a verle y le ayuda a enfrentarse, como primer paso para poder aceptarla, a la verdad. Un monstruo va a verle y le coloca en el punto de mira ideal para abarcar el mundo y la vida: he aquí el sufrimiento, he aquí los otros. En la medida en la que puedas, evita que el primero nos venza por completo a todos, tú incluido. Y aprovecha sin titubeos ese inmenso regalo que es que te quieran, incluso más allá de la muerte. ¿Sabe qué le digo? Que no pasa nada porque a usted y a mí también nos haga falta a veces que un monstruo venga a vernos… y nos tienda su mano.