ESPECTÁCULO: Título: ‘Cabaret’. Libreto: Joe Masteroff. Música: John Kander. Letras de canciones: Fred Ebb. Adaptación: Jaime Azpilicueta. Escenografía: Ricardo Sánchez Cuerda. Iluminación: Juanjo Llorens. Vestuario: Antonio Belart. Dirección musical: Raúl Patiño. Producción: Som Produce. Dirección: Jaime Azpilicueta. Representación: Viernes 21 de octubre de 2016. Función de noche. Auditorio Víctor Villegas. Murcia. Organiza: Semana Grande de Cajamurcia. Calificación del espectáculo: Interesante.
Qué certero, astuto e impactante final –más a lo Spielberg de la emocionante ‘La lista de Schindler’ que a lo László Nemes de la salvaje e inolvidable para siempre ‘El hijo de Saúl’– que ha ideado el también muy astuto y experimentado Jaime Azpilicueta, maestro de musicales, para su versión y dirección del más que agradable, aunque no memorable, nuevo montaje del musical ‘Cabaret’. Palabras mayores: música de John Kander y letras de Fred Ebb. También lo son, pero ése es otro cantar del que conviene olvidarse para no entrar en comparaciones, la versión cinematográfica de Bob Fosse y la –¡guuuaaauuuuuu!– interpretación de Liza Minnelli dando vida a Sally Bowles. Hay que reconocer el logro de ese final de Azpilicueta tan plenamente teatral, rotundo y tan triste como la brutalidad a la que alude: el devorador nazismo y la constante amenaza de unos nuevos bárbaros –eso sí, educadísimos– por llegar.
Un final que consigue hacerte olvidar los altibajos de un montaje que, muy logrado, festivo, luminoso y ‘glamouroso’ desde el punto de vista artístico –iluminación, escenografía, coreografías, vestuario y ejecución musical–, deja sin embargo demasiado que desear desde el punto de vista de la interpretación; sobre todo, para colmo, de los artistas que encarnan a los personajes protagonistas. Es decir: de María Adamuz (la cantante y aspirante a estrella inglesa Sally Bowles) y de –todavía más– Alejandro Tous (el escritor norteamericano Cliff Bradshaw). La singular historia de amor entre ellos, columna vertebral de ‘Cabaret’, no se recibe desde el patio de butacas con la emoción, excitación, inquietud, sorpresa y finalmente conmoción que ésta requiere, entre otras causas porque la química en escena entre ambos intérpretes es menos treinta y tres, y porque sus personajes requieren más poderosas dotes dramáticas, más verdad y fuego y menos artificio.
Ya saben: estamos en el Berlín de 1931, a las mismísimas puertas del horror, fácilmente reconocible y temible en el rostro de Adolf Hitler; y, más concretamente, en el interior de un vientre de ballena musical, desprejuiciado e irreverente: el cabaret Kit Kat Club, donde se olvida uno de todos sus problemas por un rato, que ya se encargarán ellos de explotarte en la cara más adelante. En apariencia un alarde de frivolidad y chispeante sensualidad y deseos de beberse la vida tras arrancarle las ligas, ‘Cabaret’ es un drama de los que te aceleran el pulso. En este musical conviven, y Azpilicueta lo muestra muy bien, entre la sutileza y el alarido, la maquiavélica propagación de la hidra nazi y la cada vez más alterada normalidad cotidiana de los protagonistas, de los que forman parte Fraülain Schneider y el frutero judío Herr Schultz, cuya romántica historia en los otoños de sus existencias provoca una gran ternura.
‘Cabaret’ –qué espléndidas canciones, incluida la perturbadora ‘Tomorrow belong to me’– es un musical concebido para que convivan con naturalidad y éxito el realismo creíble y atroz de las escenas de corte dramático, con la exultante vitalidad de los números de variedades, que en este montaje, traído al Auditorio Víctor Villegas por la Semana Grande de Cajamurcia, brillan más que los primeros; y no debería ser así porque el verdadero esqueleto de ‘Cabaret’ es la tragedia, si bien primorosamente revestida de jolgorio. Qué descorazonador ver a los seres que pueblan ‘Cabaret’ negándose a querer reconocer el diluvio de destrucción que se les avecina, permitiendo que la serpiente venenosa se vaya apropiando del presente y tintando de luto el futuro. Te ríes, te diviertes, te vas sintiendo incómodo y llegas al final: Holocausto.
Por pura lógica, la gran ovación de la noche, con un público que ardíamos en deseos de pasarlo bien, fue para el grancanario José Carlos Campos, que prodigiosamente metido en su papel de maestro de ceremonias –el tan irresistible como inexpugnable Emcee– del Kit Kat Club, logró mantener vivísimo el espectáculo –a veces, contra todo pronóstico– hasta su final de infarto. No me extrañaría que hasta Christopher Isherwood le hubiese aplaudido desde su tumba.