27 de noviembre de 2016
(No tuvo la suerte el corazón de Rita Barberá que sí tuvo el del ingeniero Tal Golesworthy, que lleva diez años pudiéndolo contar)
No tuvo la suerte el corazón de Rita Barberá –jodida y triste muerte, a solas, en una jodida y triste habitación de hotel– que sí tuvo el del ingeniero Tal Golesworthy, a quien el destino y la medicina le dieron otra oportunidad. Oportunidad que aprovechó de maravilla Golesworthy, que se diseñó a conciencia, con evidente éxito y bajo la enorme presión que conlleva el hecho de saberse carne de cañón mortal, el implante que desde hace una década le mantiene vivo. Barberá llegó a estar más de dos décadas gobernando el corazón de la ciudad de Valencia, pero las pulsaciones de la ciudad dejaron de serle favorables y terminó llevándose en las urnas lo que ella misma describió, sin venirse a engañó, así de terrenalmente: «¡Qué hostia, qué hostia». Fue el principio del fin, y la menor de las hostias que se cruzaron en su camino ya nunca más de rosas, que se tiñó a plena luz de toda España pendiente, con su calvario a cuestas como imputada por el Tribunal Supremo, del color negro de un rosario de desengaños y tristezas.
No sé si empeoró su salud – «está lloviendo salud», dice un verso del poeta valenciano Vicente Gallego que, en efecto, nada tiene que ver con ella–, pero sí que lo hicieron la cantidad y la calidad del afecto que recibía, tan vital para una mujer tan torrencial, para una reina destronada que no tenía costumbre alguna de sentirse un estorbo de grandes proporciones, tan grandes como que hablamos de la investidura presidencial de Mariano Rajoy, su amigo; la sola idea de perjudicarle la descorazonaba. Era fiel a los suyos y se quedó helada cuando la apartaron de la que era su vida: el PP.
«Pobre España», escribió Barberá al periodista Carlos Herrera, a quien reconoció por WhatsApp, aunque intuyéndose su voz ronca de ordeno y mando arropando sus palabras, tras ser expulsada de su partido. «Estoy rota. Todo es injusto, desproporcionado e inhumano», dijo. ¿Injusto? Quedará por ver si habría sido o no condenada. ¿Desproporcionado? Para desproporcionado, el comportamiento, no por previsible menos reprobable, que una vez más tuvo el portavoz popular Rafael Hernando, tirando balones fuera, encendiendo fuegos, irresponsable, muy por debajo de lo que se espera de la proyección de su cargo, que él se empecina en arrojar por los suelos; «¿qué chorrada es esa, Rafael Hernando, del linchamiento de las hienas?».
«Inhumano», decía Barberá. ¿Inhumano? Pues eso que no ha vivido para ver las necedades que se han dicho, aquí y allá, estando todavía caliente la noticia de su imprevisto adiós. No me voy a referir a la negativa de Iglesias&Podemos a guardar un minuto de silencio en el Congreso, estando claro que se afanan en dar la impresión de que allí no tienen nada mejor que hacer que chiquilladas.
Pobre España. Una hay que tenía por sensata, Uxue Barkos, ahora presidenta de Navarra, cuyo Gobierno ha considerado una loable acción sumarse a la manifestación celebrada en Alsasua contra el procesamiento por terrorismo de nueve mendas detenidos por el, por lo visto, minúsculo detalle de haberla emprendido a garrotazos goyescos, y en solidaria pandilla, contra dos guardias civiles que iban acompañados de sus parejas, con las cuales tuvieron la ‘galantería’, para que estas no se sintieran menos importantes que ellos, de darles también lo suyo en forma de golpes que se distribuían sin restricciones y de acuerdo con una política de linchamiento no sexista.
A estas alturas de la película de tensión creciente que se está rodando en nuestro país, deberían saber ya nuestros, así llamados, representantes políticos de todo pelaje –la gran Nuria Espert dice hoy en ‘La Verdad’ que «los nuevos partidos son ya viejísimos, y los viejos directamente Matusalén»–, no solo que es cierto que conviene, como dice Sáenz de Santamaría –que lo mismo baila que acierta–, distinguir la firmeza de la dureza y la dureza de la crueldad. También tienen el deber, la obligación, el mandato y la razón de ser fundamental de no contribuir a desatar los más bajos instintos, de intentar frenar el caos en lugar de acelerar su expansión, y de trabajar codo con codo para que no involucionemos hacia lo primitivo, la demagogia enfermiza, la burda mentira alimentando la vida pública y el no esperar ni sesenta segundos antes de echarse unos a otros el muerto, sin darle tiempo a que pueda convertirse en polvo enamorado.