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Antonio Arco

Una palabra tuya

Llegar a fin de mes

11 de diciembre de 2016

(Dice el cosmólogo Fergus Simpson que la especie humana podría extinguirse en menos de 700 años)

 

Pepe H / Nacho Rodríguez

 

Que en menos de 700 años justos usted y yo, sin distinción de sexo, raza o religión, vamos a ser calvos de solemnidad, calvos con todo merecimiento y calvos a los que ya nos dará igual no tener derecho a réplica, eso ya se lo dejo yo claro ahora mismo para que ninguno nos llevemos luego a engaño, señoras y señores míos, todos calvos y, por fin, libres de toda carga y completamente iguales, ¡objetivo cumplido!, ante la Ley.
Pero es que ya no solo se trata de lo que nos vaya a pasar a nosotros, que, la verdad sea dicha, tampoco es un tema tan trascendente más allá de lo irrefutable que es el hecho constatable de que cada uno tiene su corazoncito, sus buenas púas y algún que otro plan para cuando llegue la jubilación, sino de algo más grave que traspasa los límites de nuestro propio ombligo hasta convertirse en una catástrofe, o puede que no tanto, universal. Dice el cosmólogo Fergus Simpson, literalmente y sin aparente afán de amargarle a nadie las Pascuas más allá de las amarguras propias con las que ya andamos braceando cada uno, que la especie humana podría extinguirse en menos de 700 años.
Eso es, 700 años, que es un número redondo que, fíjese bien, te descuidas unas cuantas reencarnaciones, viviéndolas a lo tonto, y te lo encuentras a la vuelta de la esquina, que es el lugar más filosófico del mundo porque allí te puedes encontrar con mil sorpresas y preguntas.
Ha coincidido en el tiempo el anuncio de Simpson verdaderamente conmovedor, esperanzador y por qué no muy de calentar los consumistas motores navideños, con la noticia de alcance de que cien destacados científicos piden inversiones para evitar que un asteroide destruya la Tierra, que es justamente ese planeta que tenemos tan a mano, cada vez más azul plástico, que ya nos estamos encargando nosotros solitos de mandar al cuerno, bien es verdad que con el apoyo incontestable y obstinado de mamíferos bípedos como el así llamado sirio Bashar al-Asad, por solo poner un ejemplo sangriento e irritante de entre todos los que no tendrían cabida en tres o cuatro océanos atlánticos.
Y si esto es así, que se nos van acortando los plazos mientras al mismo tiempo disminuyen, de paso, los días de ensueño que podemos destinar a bucear entre corales y a felicitarnos por haber conseguido tener ya prácticamente la vida y sus placeres resueltos, no cabe más que alegrarse por todos aquellos a los que la última palabra dicha por el Tribunal Supremo –cuyos miembros, de nuevo sin excepción de sexo, raza o religión, no se salvarán de lo de la calvicie a la vista sí o sí, suponiendo que no la tengan ya instalada a perpetuidad sobre sus doctas cabezas– les vendrá bien a la hora de ahorrarse algún que otro gasto de los muchos que conlleva este final de mes de diciembre.
Porque el Supremo ha tenido a bien, a lo mejor porque le pillaba de camino al supermercado, o porque donde esté un buen jamón de cerdo, con perdón, ibérico, es más fácil que florezca la paz de estómago, dejar bien claro que las cestas de Navidad son un derecho adquirido del trabajador, con cuyas ilusiones infantiles y despensas familiares no se puede ir jugando al escondite.
El Supremo se ha pronunciado muy solemnemente sobre tan sensible asunto, a raíz de que solicitasen amparo unos trabajadores, muy de cesta navideña arraigada en sus adentros, que afectados por una fusión empresarial vieron cómo volaban sobre sus cabezas embutidos y turrones sin que estos terminasen aterrizando entre sus brazos. Y todo porque la empresa de la que provenían tenía la «voluntad inequívoca» de gratificar a sus empleados, mientras que la de acogida como que pasa de afianzar lazos como no sea a coste cero.
Cierto es que una cesta navideña bien surtida ayuda a llegar a final de mes, otro lugar al que cada vez le cuesta arribar ilesa a más gente corriente, pero yo prefiero, sin desmerecer para nada el valor intrínseco, incluso cultural, de un noble queso curado y unos buenos berberechos, por ejemplo, que la «voluntad inequívoca» de nuestras empresas sea la de favorecer al máximo las condiciones técnicas y humanas para que se pueda llevar a cabo de forma sostenidas en el tiempo un trabajo bien hecho, valorado con atinados criterios profesionales y remunerado justamente. Y el morcón, si acaso, pues ya veremos de dónde lo sacamos.

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Sobre el autor

Junto a una selección de entrevistas y críticas teatrales, el lector encontrará aquí, agrupados desde enero de 2016, los artículos de Opinión publicados los domingos en la contraportada de ‘La Verdad’, ilustrados por el fotógrafo Pepe H y el publicista y diseñador gráfico Nacho Rodríguez. Antonio Arco estudió Ciencias de la Información en la Universidad Complutense de Madrid. Periodista cultural y crítico teatral, una selección de sus trabajos periodísticos se recoge en los libros de entrevistas ‘Rostros de Murcia’ (1996), ‘Mujeres. Entrevistas a 31 triunfadoras’ (2000), ‘Monstruos. Entrevistas con los grandes del flamenco’ (2004), ‘Sal al Teatro. Momentos mágicos del Festival de San Javier’ (2004) y ‘¿En qué estábamos pensando? (Antes y después de la crisis. Entrevistas con filósofos, poetas y creadores)’ (2017). Finalista de los premios ‘La buena prensa' 2016.


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