7 de mayo de 2017
Son muchas las voces que denuncian alarmadas que un sector de la izquierda francesa está favoreciendo a Marine Le Pen
Ha colgado Greenpeace muy bien colgado, de la simbólica Torre Eiffel –hay que ver lo encantador que resulta pasear por París cuando estás enamorado, ¡eh!, y ¡lo caro que te sale!– una no menos simbólica gran pancarta con la no menos simbólica y civilizada divisa republicana que, cimentada sobre un triángulo de palabras que los nuevos vientos políticos –totalitarios, populistas, desquiciados…– están intentando dilapidar a golpes de simplista catana ideológica, dice así orgullosa de haberse conocido: ‘Liberté, Égalité, Fraternité’. Las tres palabras –libertad, igualdad, fraternidad– no es ya solo que se las estén pasando por su tupé oxigenado el mandamás del planeta –Trump, qué pereza y qué ardor de estómago–, y los millones de estadounidenses que se han puesto por montera, ejerciendo su legítimo derecho democrático a que así sea, el cerebro de un mosquito del período Triásico, sino que son ya mucho más que demasiados los propios franceses que andan ya dispuestos a pasarse el ideario revolucionario más aclamado de la Historia por el arco del triunfo; por cierto, si lo escribimos con mayúsculas, otro gran símbolo de esa ciudad a la que Woody Allen contribuyó a que amásemos todavía más con su ‘Medianoche en París’, que incluye a esa actriz que logra quitarte las penas llamada Marion Cotillard.
Las elecciones en Francia no son un tema menor, ni ajeno, ni que con su pan con mantequilla se lo coman a la salud del más misterioso de todos los poetas geniales, Rimbaud. No, se trata del futuro que se presenta amenazador, perverso, de un gris pegajoso. De Trump ya sabemos que a sus formas oseznas hay que sumar el dato, que pone los pelos de las delicadas relaciones internacionales de punta, de que no son pocos los psiquiatras de prestigio que ya han alertado de sus problemas mentales y de personalidad infantil. Si yo fuese Justin Trudeau, no estaría muy tranquilo; esa imagen de Ivanka Trump mirando completamente embelesada, o sea embobada, al primer ministro canadiense, seguro que su esposo la lleva clavada como una estaca en su corazoncito de macho reinante.
Pero Marine Le Pen es algo más fina, y desde luego mucho más culta, y es francesa, ciudadana de un gran país del que Europa no se podría permitir, sin quedarse ya herida de muerte, prescindir. Y Marine Le Pen ha llegado muy alto, exactamente en la misma proporción en la que sus votantes han caído muy bajo. Es un peligro real, un jarro de agua helada sobre las conciencias de la gente de bien, y un insulto a la inteligencia individual y también a la colectiva, esta última con claros síntomas de pérdida del conocimiento y pulso extremadamente debilitado. Debe ser que tiene razón Raffaele Simone cuando afirma que somos totalitarios por instinto, lo que equivale a decir que la cabra tira al monte. Puede ser, como es una realidad, que las opciones de izquierda y de derecha más equilibradas estén en declive: de identidad, de seguidores y de líderes, que o bien han muerto todos o están por nacer, pero que por ahora no se les espera a tomar el té –otro enjambre más que anda revuelto: Gran Bretaña–. Ahí los tienen, la parejita de moda en Francia: Marine Le Pen y Emmanuel Macron. Dos soles en combate y un solo Palacio Elíseo.
El historiador Emmanuel Todd, empeñado en otorgarle legitimidad a la marea de abstencionistas que se anuncia, los define con pocas pero lacerantes palabras: «Marine Le Pen es la xenofobia. Emmanuel Macron es la sumisión a la banca. No puedo elegir entre ellos». Pues, nada, señor Todd, dedíquese usted hoy a verlas venir y a cantar en la ducha ‘Sur le Pont d’Avignon’, que ya llegarán incluso tiempos peores. Más fieros.
No piensa lo mismo el ministro de Exteriores alemán Sigmar Gabriel. A él le ocurre lo que a muchísimos europeos, españoles de cuerpo aquí presente incluidos, que no puede entender el muy alemán a ese sector de la izquierda francesa, encabezada por Jean-Luc Mélenchon, que como dice el muy avispado Sami Naïr, amparándose en su complacencia antisistema, lo que hacen manteniéndose al margen es «favorecer a Le Pen». Y eso es irresponsable, defiende Sigmar, porque lo que se está decidiendo es, también, «el futuro de nuestro proyecto pacífico de Europa». No, no creo que sea momento para quedarse al margen, sondeando si la nave ‘Cassini’ se ha desintegrado ya en la atmósfera gaseosa de Saturno. Los enemigos son cada vez más fuertes. ¿A qué estamos jugando?