14 de mayo de 2017
A Juan Carlos Maya le concedieron en Archena, a título póstumo, el Escudo de Oro de la Villa
Su hijo adolescente, evaporado ya su cuerpo hasta haber dejado en ella un dolor sin consuelo que le niega toda posibilidad de un último abrazo, o de arroparle mientras le da un beso impagable –el de «buenas noches, cariño»–, no pasó el Día de la Madre con ella. Qué tristeza para esa pobre mujer ya para siempre hecha fósforos húmedos, y qué tragedia tan temprana, y de eternas consecuencias, para ese pobre hijo: un adolescente de once años que, imagíneselo usted, podría ser su propio hijo – «buenas noches, cariño»–, con toda la existencia por delante para agasajarlo con felices paraísos y duros tropiezos de esos que, así es la vida cuando te dejan vivirla, te ayudan a ir macerándote como hombre. Once años tenía, hasta ahí llegó su conocimiento del mundo y su caminar de criatura por la Tierra. Once años de vida y una muerte, aterradora, que ni una hiena furiosa se la hubiese provocado con tanta crueldad. Lo asesinó su padre, era el Día de la Madre. Ella denunció que su exmarido no había regresado con él, a la hora y en la hora fijada para volver a respirar tranquila, tras disfrutar el progenitor de uno de esos días contemplados por el régimen de visitas acordado tras la separación.
La peor de las pesadillas imaginables se hizo realidad. Macabra. Marcos Javier Mirás, de 42 años de edad, confesó que había asesinado a su hijo y que había dejado su cadáver abandonado en una boscosa. De Galicia. Qué soledad tan amarga envolvió al hijo asesinado, qué mala suerte y qué mala muerte. Y qué capricho tan útil para la supervivencia de la especie, pero tan estúpido y tan peligroso para el reinado de la cordura, que cualquier imbécil redomado pueda ser padre, que cualquier idiota redomada pueda ser madre.
Mató a su hijo sin andarse con rodeos; un golpe seco, con una pala, y se acabaron los latidos y los días en los que enamorarse. El padre convertido en el peor enemigo, el padre actuando con la falta de piedad de un patíbulo. Mírenla: la madre frente al cadáver del hijo, con sus mejillas a varios grados bajo cero y sus labios inertes como la sombra de un espino blanco. El hijo amado…
También otro adolescente, en este caso murciano, se golpeó sin esperarlo con una muerte imposible de digerirse. Zarpazos así no deberían cebarse con gente tan joven, justo cuando empiezan a descubrir que la vida les ofrece un estallido de senderos en los que adentrarse para descubrir el amor, la nobleza, la amistad, la aventura, la fe, el compromiso, las nueces y la llamada del mar esperando ansioso nuestras zambullidas.
Hablo ahora de un adolescente con el que podría cruzarse hoy por las cales de Archena, y que todavía temblará recordando el modo en el que perdió a su padre: dos puñaladas certeras. Juan Carlos Maya se llama su padre asesinado, y el Hospital de Molina fue el lugar donde la tragedia dejó un temblor pavoroso que aún deambula por sus pasillos como un fantasma. El adolescente, para ser atendido de una fractura, acudió al centro hospitalario acompañado por sus padres. Amorosamente. En unos minutos, que le pesarán por siempre como toda una cordillera cuajada de peligros incomprensibles, su vida giró con la contundencia de un tornado: por intentar mediar en una reyerta para evitar que una chica fuese violentada, fue atacado por un joven cuyo impulso fatal resultó mortal. Con qué facilidad el infierno llueve sobre los inocentes. No quiero ni imaginarme cómo le darían la noticia al adolescente, ni tampoco cómo se la darían a su madre, ni tampoco quiero imaginarme cómo podrán vivir, ¡ojalá!, sin sentir odio. El viernes, en Archena, donde vivía la familia, a Juan Carlos Maya le concedieron, a título póstumo, el Escudo de Oro de la Villa.
He visto ‘Z, la ciudad perdida’, la tan bellísima como aburrida nueva película de James Gray. Encierra una escena conmovedora, en la que un padre y su hijo, sabiendo que van a morir, se dicen, serenamente, orgullosos, el uno al otro: «Padre, te quiero», «Hijo, te quiero». Le das vueltas a la cabeza, a los crímenes. Y sientes en tu interior un martilleo inquietante de dudas, desazón, temblor, rabia… Nada entiendes, mientras escuchas en tu interior ese doblar tristísimo de campanas que tampoco se habitúan a tanto horror.