Oriol Pla sobrecoge con una perfecta actuación en ‘Ragazzo’, el monólogo escrito y dirigido por Lali Álvarez que el viernes se representó en el Teatro Romea
ASÍ FUE. Obra: ‘Ragazzo’. Texto y dirección: Lali Álvarez. Intérprete: Oriol Pla. Teatro Romea de Murcia, viernes 19 de mayo de 2017. Calificación: Muy interesante.
Dicho queda: ¡Un 10! La actuación de Oriol Pla en ‘Ragazzo’ es portentosa, volverías a verlo en la misma función una y otra vez y, desde luego, sueñas con encontrártelo de nuevo en escena interpretando a grandes personajes; ¿cómo sería su Hamlet, por ejemplo? ¿Y cómo explicar su trabajo en ‘Ragazzo’, el impacto que provoca, la huella que deja? Digamos, por ejemplo, que su actuación es pura verdad, pasión sin artificio, ternura contagiosa, convicción y precisión matemática en cada gesto que convierte en sentimiento, en grito que atraviesa toda la Tierra, en homenaje a todas las víctimas de la violencia del mundo. Más cosas: esa capacidad camaleónica de Pla para cambiar de registro, ese envidiable magnetismo que querrías para ti, su fortaleza, sus notables cualidades de atleta, su voz que te habla al oído y a las vísceras, su juventud abrasadora –bueno, eso se agotará…–, un talento de muchos quilates para la interpretación, y un encomiable respeto absoluto por cada uno de los espectadores que tiene frente a sí, a los que se entrega como si, realmente, actuar fuese lo único que pudiese salvarle de la muerte.
Oriol Pla, en ‘Ragazzo’, te hipnotiza, te lleva a su terreno: te importa lo que le pasa y te duele el crimen absurdo que acaba con su vida. Lo sientes de veras. Te duele. Un éxito rotundo, un cañonazo de actuación: directo al corazón. El actor se ha puesto en manos, doblemente, de Lali Álvarez, autora del texto y directora del montaje, muy bien arropado técnicamente. La función, que pasa de una calma propia de un mar cristalino y sin oleaje, a la furia de una manada de perros rabiosos, es un evidente homenaje al joven Carlo Giuliani, muerto, el 20 de julio de 2001 en Génova, por disparos de la Policía durante una manifestación del movimiento antiglobalización, que protestaba por la reunión del G-8 en una ciudad completamente blindada. La obra, que recrea de un modo tan realista como emotivo, tanto su asesinato como la vida del joven en los días previos a su final, se construye sobre la denuncia y la indignación, pero sin renunciar a una atmósfera poética que ayuda con acierto a sobrellevar el horror que se avecina.
La escena que reconstruye la muerte del ‘ragazzo’ es, sencillamente, memorable. ¿Cómo es posible que Oriol Pla consiga hacerte ver, incluso sentir, a una nube de policías rodeándole? ¿Cómo es posible que, sin nadie más en el escenario, tengas la impresión de que estás en mitad de una estruendosa manifestación que terminará en desastre? ¿Cómo es posible, de una forma tan sencilla –iluminación y algunos redondos efectos sonoros–, recrear la carga policial que destruyó la existencia de un chaval que tan solo tenía 23 años?
Hay un momento magistral, entre otros muchos momentos magistrales, en el que, una vez tiroteado, el «ragazzo» Oriol Pla se levanta del suelo y se queda muy quieto, como una estatua. Y le cuenta al público, que no parpadea: «Dos tiros, y me caeré al suelo. Después, el «jeep» que está parado delante de nosotros y desde donde salen los tiros, quizás, porque una pistola nos apunta detrás de la ventana rota, este «jeep», digo, después pasará por encima de mi cuerpo dos veces. La primera vez me pisará la pelvis; la segunda, las piernas. Y además, después, alguien me tirará una piedra en la cabeza. El chico ha muerto, sí. Que corra la voz. ¿Por eso estamos aquí, no? Nunca tienen bastante. Nunca tenemos bastante. No quiero ninguna estatua, ¿me oís? ¿Me oís? Que corra la voz, eso sí… No me han matado por ser un ladrón o un traidor. Me han matado por ser un ‘ragazzo’. Y podrían matarme dos veces, y podría renacer dos veces, y volvería a hacer lo mismo que he hecho. Defenderme».