19 de junio de 2016
(«Lo que pasa en Alborán se queda en Alborán», le dijo él antes de intentar mantener a toda costa relaciones sexuales con ella)
Y no terminó la frase llamándola muñeca, nena, cordera, pichón, princesita o bombón porque lo que quería era dejarse de palabras y pasar a la acción, al grano, al arrumaco bravo, al «aquí te pillo y aquí te mato». Ya tendría tiempo más tarde, si acaso, de llamarla directamente perra o similar, no fuese a creerse ella que estaba delante de un calzonazos sin valor para llamar a las cosas por su nombre. Así es que, para empezar a acosarla, molestarla, invadirla, intimidarla, forzarla y joderle bien jodido el día de Año Nuevo y los siguientes años, solo le dijo –todo galante, romántico, seductor, poético, encantador y ejemplo de buen marido y padre–: «Lo que pasa en Alborán se queda en Alborán». Repetimos: «Lo-que-pasa-en-Al-bo-rán-se-que-da-en-Alborán». Ah, cierto es que tampoco añadió «por mis huevos», eso también hay que reconocérselo, pero esto se sobrentendía por el contexto y la excitación creciente.
Quienes estaban en la isla de Alborán, y habían celebrado la fiesta de Nochevieja de 2014 lejos de casa, de los suyos, de Ramón García con su capa y de una España donde la violencia machista sigue siendo una plaga que con demasiada frecuencia tiñe de sangre los informativos, es un oficial que se olvidó de que lo era y una marinera que no se olvidó de su dignidad y no se dejó acosar ni se amedrentó ante su superior. Lo que pasa en Alborán se queda en Alborán, pero usted a mí no me pone una mano encima, y ya veremos después lo que sucede, que tenemos todo un nuevo año por delante, debió pensar ella mientras se iniciaba una ceremonia de la humillación y el abuso de poder que ha dado lugar a que esta semana el Tribunal Supremo haya confirmado una condena, al impresentable oficial, a dos años y siete meses por un delito de abuso de autoridad en su modalidad de trato degradante.
Sobre las cinco de la mañana, a él no se le ocurrió mejor forma de seguir cumpliendo con su responsabilidad, como comandante del Destacamento de Alborán, que, para empezar y todo sin su permiso, cogerla de la cintura, taparle la boca, inmovilizarla, ‘besuquearla’, tirarla al suelo, sobarla por debajo de la ropa y obligarle a tocarle los genitales. Todo un caballero. Ella gritó pidiendo ayuda, por fin pudo escapar, se negó a aceptar el dinero que le ofreció por guardar silencio y lo denunció. Pasado el tiempo, todavía resuenan en su cabeza unas palabras del mando que inició un rumbo equivocado, que se equivocó de cabo a rabo y que ha intentando justificar lo ocurrido alegando trastorno mental transitorio –¡vaya por Dios, qué contrariedad!–, provocado, eso sí, con la ayuda del alcohol. ¡Ah, bueno, entonces nada, ya está todo claro, aquí no ha pasado nada, alegría, que corra el vino y «ven y dame un beso, prima»!
Esas palabras que no olvidará son: «Pórtate bien que tú eres una niña muy buena, esta noche te voy a hacer una reina, te voy a chupar entera y te voy a hacer un traje de saliva, esta noche te vas a meter en mi cama conmigo, que te voy a hacer cosas que nunca te han hecho». Menudo cantamañanas. La condena a quien no supo estar a la altura de las circunstancias, de su cargo, de la confianza que se había depositado en él, del ejemplo y el apoyo que debía haber sido para todos los que estaban a sus órdenes; la condena para quien después no fue hombre pasa asumir sus actos, su culpa, su desfachatez y su golpe seco en el buen nombre del ejército al que sirve, que pagamos todos, incluye una indemnización a la marinera, pendiente de concretar, en la que el Estado será responsable civil subsidiario.
O sea, que volvemos a pagar usted y yo el que otros pierdan el Norte y, antes de dar un mal paso, se lo piensen, se contengan, se pongan en el lugar del otro, se acuerden de los suyos –que terminan igualmente pagando los platos rotos–, o se larguen presurosos a darse una ducha fría o a jugar al ‘Candy Crush’ que tanto le gusta, en horas de trabajo, a Celia Villalobos.