Qué paradoja. Ahora que el Ministerio de la Vivienda no existe, que sabemos que fue otro de esos inventos de la política zapateril tipo huevo kinder–de envoltorio llamativo por fuera y baratija por dentro—; ahora, digo, lo de las minikelys se ha hecho realidad.
¿Recuerdan la campaña? Yo, apenas; y les juro que he intentado encontrar en la red rastros de aquella cosa chabacana y hortera para documentar este artículo. Cero. Se trataba de que los jóvenes se emanciparan a cajitas de cerillas, que algo es algo. Que se fueran a vivir de alquiler, que de ahí viene la cosa del kely, transformación cheli de la palabra key anglosajona, y que representa las llaves de tu pisito alquilado, que no comprado.
Recuerdo a la ministra, su escandalosa remodelación de despacho (en esas cosas se gastaron nuestros cuartos) y esa promoción buenrollista, chonista, de extrarradio, vulgar. Minikelys para todos. Kely no es la transcripción fonética de Kelly, el apellido de Grace. No son los quelis mallorquines, esos que se comen. No, es una palabra cheli, ni siquiera caló. Es una palabra que nació en lugares como los que describe la novela “Tiempo de silencio” de Luis Martín Santos.
Menudo rollo a cuenta de una cosa del pasado, ¿verdad? Para que vean en qué quedan los ríos de tinta. Pero resulta que, por una vez, la estrategia del zapaterismo fue visionaria, y hoy se hace realidad.
El otro día lo twitteaba la periodista Trinidad Abellán: “He ido a tirar la basura, un hombre ha salido del contenedor y me ha dado las buenas noches”. Estremecedor. Hace meses escribí un relato en el que un tipo divorciado se ve obligado a vivir en un coche —otra variedad de las minikely—, y que buscando comida en el contenedor encontraba el brazo de un muerto.
Hoy en día, los contenedores sirven para todo: suministran alimento en muchos casos, son fuente de ingresos en otros. Estoy convencida de que hay una red profesional de chatarreros de contenedor. Incluso diría que es mano de obra cualificada. No todo el mundo tiene la agudeza visual para encontrar oro en la basura.
La otra noche uno vestía casco de espeleólogo. Un carburo sobre
la frente les abre camino en las oscuridades de la mugre que dejamos nosotros. Ellos encuentran algo de luz entre tanta tiniebla. Si no fuera tan lamentable, tendría gracia que, por una vez, la ficción del zapaterismo, la de los relatos de terror, mi ficción, supere a la realidad. Así, finalmente, lo de las mini kelys ha quedado en esto, en señores que son capaces de vivir en una caja de plástico.
El ser humano es impredecible. La supervivencia, ese instinto que callamos y que tira del carro en momentos como éste, sale a la luz de la manera más descarnada. Esto es una guerra, no se equivoque. Yo, de usted, iría entrenando en el contenedor más cercano, por si las moscas.
Nota: por un fallo en el corta-pega el artículo se ha publicado hoy incompleto en la edición impresa. Lamento el error y las molestias.