Amontonó cientos de enseres de su hijo muerto que atesoraba en un viejo armario. Vaqueros, gafas de sol, las deportivas blancas —siempre de ese color– hasta una guitarra; libros, pequeños diarios. Escritos de adolescente, incluso escritos crueles hacia el mundo, hacía sí mismo. Siempre que intentó abrir aquel armario una fuerza oscura se lo impedía. Probaron todos los miembros de la familia, hasta el primo culturista. Nada. El niño se resistía a abandonar el hogar familiar. Al igual que todos los miembros de aquella estirpe, prefería vagar por el mundo de las sombras al duelo de la despedida. Así, toda la casa estaba poblada por generaciones y generaciones de personas que se acurrucaban en diversos espacios, que cohabitaban con los vivos, intentando no molestar, adaptándose a sus horarios. Cualquier cosa antes que abandonar el nido. Un día, ella le dijo en voz alta: ¡Esta no es vida para un muchacho! ¡Vete, explora, habita otros paraísos, otros universos! ¡Esta no es vida para un muchacho!, repetía con lágrimas, con estertores. Finalmente, un día, la puerta del armario cedió solitaria. Quedó abierto de par en par, como una boca de naftalina y camisetas. La madre prendió la pira funeraria del joven, fallecido hacía 20 años. Un cenotafio teenager que ardió a la velocidad de su motocicleta. Pero ya no había asfalto, ni sangre. El muchacho se había marchado.
Imagen de Germán Saez