Siento un respeto tan radical por la libertad propia y la ajena que, en ocasiones, se me malinterpreta. Cierto, nadie nos pide venir a este mundo que cada vez se aproxima más al paraíso infeliz pintado por Huxley. Me parece injusto concebir un hijo para salvar la vida de otro. Lo convertirán en un reservorio de órganos para el enfermo ¿Alguien le recompensará por ello?¿Alguien le pedirá permiso? Pero, por otro lado, es descorazonador ver como a un inocente niño se le escapa la vida sin remedio.
También me parece injusto condenar a un ser humano a una existencia incompleta sólo por cuestiones morales. Ojo, respeto a la madre que decida parir una criatura con malformaciones o una enfermedad que lastrará a ambos de por vida, pero ¿Por qué darle una oportunidad al dolor? ¿No es todo lo bastante complicado como para añadirle una dosis extra de sufrimiento? Y se sufre, vaya si se sufre. Lo he visto con mis propios ojos.
De la misma manera, si alguien vive postrado en una cama, si el paso de las horas es un infierno de indignidad porque nada queda de aquel quien fue, porque tienen que darle de comer y limpiarle sus desechos ¿No es humano, compasivo y misericordioso ayudarle a poner fin a esa tortura?
Yo creo en un Dios benevolente que quiere lo mejor para los suyos. No en esos dogmas rígidos inoperantes que llevan a una gran masa de creyentes a cohabitar con la hipocresía, la falsedad y la tristeza. Yo creo en el Cristo de las prostitutas, que odiaba a los ricos y resucitaba al pobre Lázaro. A ese que multiplicaba panes y peces. Gallardón es una suprema decepción para todos. Mezclar la política con la iglesia es cosa del Medievo, ya saben, el viejo concepto de las dos espadas.
La vida puede ser un regalo o una condena, sólo el ser humano, con su inalienable libertad individual, en plena posesión de sus facultades, ha de decidir si la acepta o la rechaza.