Me reconozco algo troglodita; Adoro el sushi, el steak tartare y el
carpaccio: ese delicioso filete, muy fino, sumergido en aceite de
oliva y especias. También soy bruta, a qué negarlo. El instinto me
puede. Si tengo hambre o sueño, mejor, evítame, forastero. Y si
aguanto el verano es porque puedo ir casi desnuda, soltar las caderas
y dar largas caminatas descalza por la orilla de la playa. Total, que
me pones un hueso en la cabeza y soy tan feliz como Pebbles
Picapiedra.
Cuando conocí que existía la dieta paleolítica, me dije: tate, esto es
lo mío. Loren Cordain es un científico americano padre del invento.
Sostiene que la especie humana ha evolucionado con determinados
alimentos durante el 95% de nuestra existencia y éstos son las frutas,
verduras, las carnes y pescados criados en libertad.
Los defensores de este estilo de vida consideran que hemos de volver a
la era pre agrícola, es decir, antes, de la puesta en marcha de los
cultivos, antes de la sistematización de la cría y engorde del ganado.
Esto no es ninguna tontería. Las grasas del jamón de bellota o del
chato murciano son saludables. Las de los bichos que malviven en los
criaderos, no.
Cordain tira por tierra algunos mitos. Por ejemplo, el buen
predicamento que tienen los cereales en la pirámide alimenticia:
gastamos demasiadas energías en su procesado y por eso vivimos en una
sociedad cansada. Comer varias veces en el día también les parece una
absurda pérdida de tiempo. Resumiendo: tírate a lo crudo, muévete todo
lo que puedas porque en eso radica la esencia de nuestra especie y lo
que nos hizo evolucionar.
A todo esto le encuentro un pero. Por suerte, la civilización nos
ofrece grandes creaciones: el croissant, el vino, el arte, la
literatura, el cine, la intelectualización de las pasiones o la
fascinación por la moda. Sinceramente, no me veo comiendo bayas y
viviendo “in the musgo” más de tres días seguidos. Somos depredadores
y primitivos, de acuerdo, pero también creativos y sofisticados