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Lola Gracia

Vivir en el filo

La maldad es sólo un punto de vista



 Mae West. Una mala a la que le dieron la patada


Pobre chéri, tiene que comer ratas porque le da cargo de conciencia tragar sangre humana

 


¿Y qué me dicen del famoso Conde? Se deja la piel en las cruzadas y Dios le arrebata a su amada Mina. Pa estar cabreao

 

“La maldad sólo es un punto de vista”, escribe Anne Rice en “Entrevista con el vampiro”. Una brillante frase que generaría un debate controvertido ¿Nunca ha probado a ponerse en la piel de su enemigo? Los escritores lo hacen continuamente. Así, es posible sentir lástima por el vampiro, condenado a vagar eternamente en busca de sangre. Incluso es posible sentir lástima por nuestra imputada infanta y por el fresco de Iñaki que pensaba irse de rositas y le ha caído encima el peso de la madurez y de la realidad. La vida no es un partido de balonmano, es más compleja, querido.

La fascinación por el villano ha existido siempre en la ficción pero también en la realidad ¿Quién no se ha embarcado en amores inconvenientes, a sabiendas que todo acabaría mal? ¿Quién no se ha metido en amistades peligrosas? Si no lo ha hecho desconoce el chute que supone mezclar el miedo con el placer; la adrenalina que se dispara en el cuerpo con situaciones arriesgadas; el sube y baja emocional de “no debería seguir con esto pero me engancha”. Si vivió algo semejante tampoco se considere muy especial. Todo tiene una explicación científica. Como casi todo.

El profesor de la Universidad de Turingia, Boris Bandelow, asegura que la fascinación por el mal reside en nuestro cerebro. Que sentir miedo provoca una descarga química con los mismos efectos de la droga y que, a la postre, ese chulazo que castiga, lo que hace en realidad es inyectarnos una mini dosis de dopamina. Y por eso nos encanta. Esa es la explicación del Síndrome de Estocolmo. Incluso yo diría aún más, esa es la explicación de tantos amores absurdos que se generan en situaciones de extremo peligro donde la vida no vale nada, tales como la guerra. Una vez que finaliza el conflicto y la posibilidad inminente de daños mayores, la relación carece de sentido.

Los malos molan por varios motivos. La “maldad” masculina se asocia a la testosterona, al poder del macho, de la dominación y a que nos imaginamos que serán infalibles en la cama. En nuestra mente existe esta fantasía del tipo duro que nos hará gozar sexualmente y al que incluso podremos llegar a enamorar. De esta forma, domamos al caballo salvaje, nuestro ego sube como la espuma y a otra cosa mariposa. O sea, que los malos son para pasar el rato. Las chicas alinean al malote en la misma estantería de los pagafantas: nos mueve a ellos un afán utilitario. Total, que Anne Rice tenía razón: la maldad es sólo un punto de vista. Pasar de malo a pringao es cuestión de tiempo.

Los lectores masculinos pensarán que realmente las malas somos nosotras. Efectivamente. Muchas son malas. Las mosquitas muertas, las peores. Ustedes tendrán en mente a la inefable Mae West, aquella actriz que proclamó que “las chicas buenas van al cielo y las malas a todas partes”. Todo aquello quedaba muy bien en el papel. Mae West, que iba de come hombres y que era más lista que la mayoría de sus coetáneos masculinos, acabó fagocitada por el machismo hollywoodiense. Poco importó que su picardía y olfato comercial salvasen a la Paramount de caer en la ruina más absoluta. Cuando no les interesó le dieron una patada en su hermoso pandero y salió de la industria por la puerta de atrás.

Total, que Anne Rice tenía razón: la maldad es sólo un punto de vista y esos malotes que nos fascinan, en el fondo, no lo son tanto y, como todos, sólo quieren que los quieran.

Temas

Relaciones, amor, vida. Lo que de verdad importa

Sobre el autor

Periodista por la Universidad Complutense de Madrid, escritora y gestora cultural. Investigadora de las relaciones humanas. Máster en sexología por la Universidad de Alcalá de Henares. Desarrollo trabajos como directora de comunicación


abril 2013
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