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Lola Gracia

Vivir en el filo

Mentiras por compasión

La última película de Woody Allen, Magia a la luz de la luna, nos devuelve la fe en el amor y en la ternura y nos plantea una idea básica. Si una mentira es capaz de hacernos felices ¿Por qué negárnosla? La pizpireta Emma Stone da vida a una supuesta médium, figura muy de moda en los felices 20 donde el contacto con el más allá era un acto social, casi como jugar al bridge.
Sin spoilear demasiado, añadiré que esa pregunta que queda en el aire me invita a la reflexión. ¿Las mentiras son necesarias para soportar la vida? Mi querido amigo Juan Carlos Calderón estaba convencido de ello y me encantó cuando la protagonista de la peli repite con precisión casi milimétrica aquello que él tanto decía. Hay mentiras imprescindibles para levantarse cada mañana.
Hay mentiras que funcionan, como  afirmar aquello de que el tiempo pone a cada uno en su sitio —casi siempre es así, pero no siempre—; O que cuando alguien muere no se va del todo.Por eso compramos sin dudar los amores eternos, las recetas para la felicidad, las películas con Happy End y la consabida leyenda: “Cuando una puerta se cierra siempre se abre una ventana”. Normalmente cuando una puerta se cierra, se cierra y punto y en muchas ocasiones es una putada pero ¿Qué necesidad hay de ser tan jodidamente sincero ante una persona que acaba de perder lo más preciado de su vida? Claro que sí, la mentira es compasiva.
Hay mentiras preventivas, beneficiosas, necesarias.  Para mi amiga Ana María Tomás, la mentira es, incluso, una norma básica de cortesía: “¿Tú crees que he engordado es navidades? –No, para nada, estás estupenda como siempre”. Yo, sin embargo, me aparto del auto engaño y desprecio el engaño ajeno. Cuando me descubro víctima de una mentirijilla, por pequeña que sea, mi autoestima queda a la altura de una boñiga de vaca. Prefiero pesarme y aterrorizarme con 700 gramos de más en la báscula, probarme ese vestido que se aprieta dolorosamente en las nalgas, a ir todo el día en mallas pensando que soy como Audrey Hepburn.
Sin embargo, he de admitir que yo miento, miento mucho. Me invento historias continuamente, saboteo la realidad cuando veo que se acerca peligrosamente a la felicidad porque, sí, lo confieso, pertenezco a ese grupo al que le aterra y desconfía de la perfección. Cuando la vida es dulce, casi empalagosa, me pongo en guardia, no me lo creo. Por tanto, prevengo el bienestar absoluto con mentiras negativas y así estar preparada ante una sangrante verdad dolorosa.
Así que entro en una contradicción flagrante: yo exijo sinceridad pero me echo mentiras de las malas y me invento personajes, historias que nada tienen que ver conmigo. Sí, la mentira es como un juego y quizá sea como ese personaje de Truman Capote, Holly Goligthtly. Es decir, francamente falsa.
Eso sí, en el día a día, tengo un cuerpo y una cara incapaces de mentir. Son de una honestidad brutal. A veces, creo que tengo un cerebro como el de Homer Simpson, quiero callarme algo y no lo consigo; pretendo disimular un disgusto y lo empero. Conocer todos los recovecos del lenguaje no verbal me resulta inútil cuando me duele el corazón, cuando la ira se te agarra a las tripas. Los seres emocionales somos así. Las alegrías y las tristezas las vivimos intensamente y el mundo afectivo manda, es una brújula que cambia nuestro destino, nuestra vida, nuestros hábitos. Los emocionalmente transparentes lo tenemos jodido. Sí, en algunos casos, la mentira es imposible.

Temas

Relaciones, amor, vida. Lo que de verdad importa

Sobre el autor

Periodista por la Universidad Complutense de Madrid, escritora y gestora cultural. Investigadora de las relaciones humanas. Máster en sexología por la Universidad de Alcalá de Henares. Desarrollo trabajos como directora de comunicación


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