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Lola Gracia

Vivir en el filo

Nómadas

 

 

 

 

En la antigua Persia existían los caravasars. Eran lugares donde los viajeros podían pernoctar, dar agua a sus camellos, establecerse unos días antes de proseguir su camino. En una palabra, los precursores de los modernos hoteles.

El recientemente fallecido Zigmunt Bauman aseguraba que el hombre de hoy es un viajante que, de cuando en cuando, encuentra un caravasar, y reside por breve tiempo en un lugar. El ser humano se ve abocado a ser un nómada de su propia vida. Lo más probable es que todo cambie a nuestro alrededor. Que pasemos de ser ricos a pobres; de pobres a ricos, de casados a solteros, de parados a currantes, de autónomos a empleados. Que todo se sucederá rápido. De un día para otro. Sin transición. Sin verlo venir.

Imagino a hombres y mujeres surcar dunas, capear tormentas de arena, añorar el aroma petricor del suelo mojado, ansiar el resplandor de la madrugada, construir con primor hogueras nocturnas, asignar provisiones para el camino hasta el próximo caravasar, quizá hasta el destino final; pergeñar planes y sueños para ese momento, planear una celebración, desear el cuerpo de la persona amada, que tal vez nos esperará al traspasar el horizonte.

La visión romántica del nomadismo se me antoja dura. Y nosotros somos nómadas, tenedlo por seguro. Estoy convencida que en nuestras agendas nada falta de la anterior enumeración. Que vamos a una etapa a otra de nuestra vida así: añoramos, ansiamos, guardamos, planificamos, soñamos, deseamos. Es duro el camino. Aquellos que nos encontramos entre una etapa y otra intentamos atrapar los amaneceres, distraer la soledad con buenos amigos, con sabias palabras; espantamos la incertidumbre con los buenos recuerdos y con la certeza de que un cielo protector siempre, siempre cuida de nosotros.

Soy más optimista que Bauman. El trecho entre caravasar y caravasar ha de ser un tiempo robado para crecer, para buscar nuestro yo más auténtico y ofrecérselo al mundo. Porque seguro que todos contamos con un tesoro, algo singular que a nadie más pertenece y que puede cambiar las cosas, a la gente. Nuestra aportación a las horas de los otros.

Hay que disfrutar las etapas del viaje. No son un tedioso periplo hasta el próximo oasis, son lecciones y regalos para cada día. El universo es generoso. Nos empacha la investidura de Trump pero Ivana derrocha buen gusto por una vez y copia el look Jacqueline. La cuesta de enero es gélida pero la nieve nos hace soñar con paisajes de blanca navidad. Las hidroeléctricas son inmisericordes y nos condenan a pasar frío en nuestras propias casas pero el calor del ser humano es increíble. Y damos gracias por no ser esos otros nómadas que están en la calle con nieve que huyen de un mundo en llamas, atrapados en un espacio en blanco donde parece que nadie les quiere. Sí, más vale ser nómada que refugiado.

Abocados al nomadismo, dejemos de luchar por la perfección. Es absurdo querer encontrar el momento perfecto, el trabajo perfecto, el ser humano perfecto. Obtendríamos un Frankestein de enormes dimensiones imposible de gestionar. Un monstruo creado por nosotros mismos que nos engulliría con suma facilidad. En realidad, si uno lo piensa bien todo es perfecto o casi perfecto, porque lo que nos disgusta, nos enseña, nos prepara para llegar a nuestro próximo caravasar.

Los trenes, los aviones nos muestran pasajeros atribulados con prisa y quizá convenga frenar u poco el ritmo porque el tiempo es igual para todos. Total, para llegar al mismo sitio.

Dejemos de hacer el imbécil. Nosotros, nómadas del siglo XXI, aprendamos de una puñetera vez a disfrutar del paisaje

Temas

Relaciones, amor, vida. Lo que de verdad importa

Sobre el autor

Periodista por la Universidad Complutense de Madrid, escritora y gestora cultural. Investigadora de las relaciones humanas. Máster en sexología por la Universidad de Alcalá de Henares. Desarrollo trabajos como directora de comunicación


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