Dice Margaret Atwood que un país sin historias sería un país sin espejos. “¿Quién soy? se preguntarán los ciudadanos”. No, no, olvidadlo. No pienso dedicar ni una línea al omnipresente referéndum fantasma pero, qué duda cabe, que hay mucha ficción y fantasía alrededor del nacionalismo.
La reflexión de esta semana se acerca a la sempiterna bipolaridad del ser humano. He empezado por la más recurrente entre los creadores: el binomio ficción-realidad.
Según Barthes, un hecho real de más de cinco líneas se convierte en ficción. El ser humano es una máquina de reinterpretar los datos. Al final, las vivencias son secuencias de datos que se graban en nuestro subconsciente y los recuerdos (esos datos muertos, porque el pasado es algo muerto, no lo olvidéis) son una recreación de la verdad, verdadera que se adaptará a nuestros patrones perceptivos. Nuestra experiencia es única, personal e intransferible, casi como una huella digital. Miranda en “La Tempestad” de Shakespeare se preguntaba “¿Es cosa mía ver lo que veo?” para concluir “Sólo puedo ver lo que veo”. El dramaturgo británico se adelantó al psicoanálisis unos cuantos siglos. Cosa de genios.
Así que, con unas sutiles pinzas, dejo colgada esta duda ¿Hasta qué punto los datos que duermen en nuestro cerebro, transmitidos de generación en generación por el subconsciente colectivo familiar distorsionan mi percepción de la realidad?
El otro binomio que me apabulla es el de la necesidad de los recuerdos que teje el tapiz patrimonial de los pueblos (el espejo de Atwood) y por otro, la necesidad del auténtico vacío para volver a crear y generar innovación y avance. Este binomio: lleno-vacio, historia-futuro es un puro nudo contradictorio. La maravillosa Margaret afirma que todo ser humano es intrínsecamente creativo y la materia prima de esa creación son los recuerdos (“Cuando estas palabras se le hayan ido de la cabeza, se perderán para siempre”). El arte es el corazón de la civilización y la escritura es el arte de las emociones pero, maldita sea, todos los escritores necesitan esa materia prima: la realidad acontecida en el pasado. O sea, los recuerdos. Y los recuerdos dice el profesor Hew Len, son datos muertos. Imaginaos el hedor terrible. Lo muerto al final se pudre pero al narrador, al creador de ficciones no le queda otro remedio que hacer incursiones en su vida muerta. O sea, en su pasado.
Un exceso de recuerdos provoca un atasco emocional. Y eso sentí el otro día. No depresión ni ansiedad sino un monumental atasco. En mi afán recolector para poder escribir historias nuevas me he topado con una laguna tumefacta de pasado muerto que ya no sirve para nada. Atwood sostiene que el arte para el artista es una tubería hueca, un amplificador, incluso un truco para llevarse a alguien a la cama pero, ojo, si la tubería está atascada ¿Qué obtendremos? Ya sabéis lo mal que huelen los desagües.
A veces creo que el subconsciente colectivo de nuestra querida España, esta España mía, esta España nuestra, es como esa tubería y es imperativo que el agua circule. Lo mismo que es deseable para mi, para cualquiera — en especial para los creadores de todo tipo— eliminar todos los datos viejos, llegar al Nirvana, a la página en blanco de Shakespeare, porque sólo desde ahí, desde el vacío absoluto, surge la más genial de las inspiraciones. La magia inexplicable de Giocondas y Quijotes. Si nuestra vasija está llena, la abundancia pasará por nuestro lado y nada podrá caer en ella.
Esta España bipolar pide a gritos uno o varios instantes de vacío creador. Y un poco de silencio blanco entre tanto berrinche.