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Lola Gracia

Vivir en el filo

La pieza perdida del puzle

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Los artistas. Esos inadaptados. Esos incomprendidos. Esa pieza que encaja mal en el puzle. Que sobresale a fuerza de resistirse a entrar en un molde que no le ajusta. He conocido algunos. Incluso muchos atesoramos ese don maldito que acallamos porque nos hace la vida más confortable. Y los amo. Y me amo cuando encuentro ese gen auto excluyente.

Joder, me encanta ser diferente. Que, de pronto, la rebeldía asome sus patitas por debajo de la puerta. Que, de pronto, rescate la vieja vocación de la música y me encierre a cantar como la prima donna que nunca fui por el estúpido miedo.

Aquí estamos, tras muchas batallas, tras muchas derrotas. Supervivientes de la envidia, de las maledicencias y de los marranos y marranas. Que los hay, no os engañéis. Son pequeños trolls envueltos en pústulas y mocos que perjudican al que brilla. Al que no pueden ni podrán jamás –en su absurda y triste vida– mangonear.

Vencedores en nuestra piel que resplandece como hermosa armadura labrada con entusiasmo y pasión. Sí, pasión. Esa palabra que está tan demodé. Que tantos atacan.

Entre los escritores de Best-Sellers y sus mamotretos soporíferos — armas homicidas en potencia– aún sobresale el genio. El que no sea ajusta a los cánones ni a los tamaños de la literatura de súper mercado.

Entre los artistas plásticos, aún los hay que dejan de repetir el esquema que les funciona y que vende. Se atreven. Se destruyen. Y vuelven a reinventarse.

No puedo decir ni una mala palabra de los músicos clásicos; masocas incansables que ensayan miles de horas. Malgastan infancia y juventud sin saber dónde porras acabarán con su instrumento. Con mucha suerte, en una sinfónica. Ese reducto de fe inconmensurable cuya labor no tiene precio. Ni una mala palabra de los compositores que se dejan los cuernos con papel de partitura y lápices y goma y sacapuntas.

Y qué puedo mostraros de la danza. Si los músicos son unos masocas irredentos que roban horas al sueño y a la vida para perderse en Sibelius, Mozart o Debussy, los bailarines encabezarían esta procesión de “sarna con gusto no pica”.

Los bailarines han de trajinar con pies ensangrentados, lesiones, con el hambre, con el peso, con las posturas imposibles y la terrible brevedad de una carrera sobre el escenario. Máximos sabedores de que la juventud, la fuerza y la belleza son tanto sus aliados como sus enemigos. Porque siempre vendrán tras ellos más jóvenes y fuertes. Más bellos.

 Sobre un escenarios todos son prodigiosos. Y por eso, un primer bailarín mundial como es José Carlos Martínez ha de seguir al frente de la Compañía Nacional de Danza. Habrá pocos artistas como él en este mundo.

En breves momentos de mi vida me he codeado con ellos. Con los grandes. Es en esos momentos cuando me he sentido una pieza más de ese puzzle de frikis que aspiran a fabricar algo de belleza. Que encajan sólo en esa nube de la creación.

Sólo por esos momentos de integración absoluta, de catarsis, de asombro ante el brillante talento que crea universalidad a partir de lo muy particular, merece la pena vivir.

La cultura no es un lujo ni algo marginal: está en nuestra sangre, abre nuestras mentes y nuestros corazones.

 El arte es la gran medicina, el auténtico futuro, la promesa de una paz duradera, el amor perfecto, la gran enseñanza. Seamos unos inadaptados. Gocemos con los regalos que nos brindan  todos esos locos que se dejan la piel y las horas muertas en pos de un sueño apasionado.

Benditos inadaptados que nos salvan la vida tantas y tantas veces.

Temas

Relaciones, amor, vida. Lo que de verdad importa

Sobre el autor

Periodista por la Universidad Complutense de Madrid, escritora y gestora cultural. Investigadora de las relaciones humanas. Máster en sexología por la Universidad de Alcalá de Henares. Desarrollo trabajos como directora de comunicación


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