El viernes fue mi aniversario de boda, 10 años. Era precisamente el día que habíamos elegido cuando nos casamos para renovar aquella promesa, aquel compromiso que adquirimos entonces con sencillez, debido a la falta de presupuesto.
Habíamos soñado con una boda religiosa -la anterior fue civil- y sobre todo una gran celebración que nos permitiera compartir la alegría de estar juntos con todos nuestros familiares y amigos. Así lo soñamos hace 10 años, e incluso comenzamos a preparar algunas cosas hace un año. Si es cierto que, entre una boda y la otra, había nacido la niña, pero lo teníamos solucionado, la bautizaríamos a ella en el mismo oficio religioso. Luego, unos meses más tarde, abrumados por los gastos de la nena y un poco asustados, anulamos la reserva de la capilla elegida, que no de las flores, el fotógrafo y otros detalles. Y fue uno de ellos el que me lo recordó el mismo viernes…
Y no se lo reprocho ¿Quien me iba a decir a mi, o a nadie, lo que iba a ocurrir pocos meses antes? Yo, que lo tenía todo, una hija adorable, un marido encantador y maravilloso, una familia sana y sin grandes problemas, un buen trabajo, una pequeña colección de diamantes llamados amigos, una buena casa. Nada que hiciera presagiar lo que finalmente se desarrolló a partir del 30 de enero y, mucho menos, lo que estoy viviendo ahora, esta montaña de sensaciones médicas a lo largo y ancho de mi cuerpo, que tanto me está desgastando.
Si, es cierto, mientras respiraba, se me tronchó la vida.