Soy demasiado rebelde. Por eso me cuesta tanto aceptar las cosas, a veces, y poder avanzar. En este caso me ha ocurrido lo mismo. Me costó asimilar el diagnóstico, pero más me costó prestarme a entrar en un quirófano para que me operaran, cuando no tenía la sensación de estar enferma, y mucho menos de necesitar una operación.
El cáncer de mama es silencioso, no produce molestias, los juegos con mi hija y la práctica de la natación fueron los que propiciaron en su momento que pidiera que me lo quitaran, me molestaba el bulto del pecho al estirar el brazo. Y todo ello pese a que me decían que no era maligno. Así que, al final, tengo que agradecerle a mi hija y a su espíritu juguetón que me detectaran esto en estadio II, y no haberlo dejado hasta que fuera demasiado tarde. Aunque nadie sabe si ya es demasiado tarde…
Bueno, volviendo a las sensaciones, yo clasifico de ranas y sapos los tragos que nos hemos de pegar a veces, en contra de nuestra voluntad. Ahora llevo unos cuantos sapos tragados, y sin agua. La operación fue uno de ellos, de la noche a la mañana tenía dos cicatrices y las consiguientes limitaciones físicas.
Los días de hospitalización no fueron duros, salvo por la separación de mi hija. No quise que la llevaran a verme, demasiados virus y bacterias suspendidos en el aire para un organismo sano y joven como el suyo. Así que, el día que me dieron el alta, quise que la llevaran a casa nada más salir de la guardería, para verla.
Me habían contado que ella lo llevaba bien, que estaba entretenida y no me añoraba. Poco antes de verla me dijeron que el día antes me había comenzado a echar de menos. Yo creo que la realidad era otra, mi hija me quiere con la misma adoración que yo a ella, y me parece que en determinados momentos les tuvo que costar mucho distraerla, para que no pensara en mi durante esos 3 días.
Cuando llegó a casa y me vio, echó a correr llamándome “¡Mamá!¡Mamá!” y llorando. Yo la abracé como pude, llorando también, y traté de consolarla “La mami ya está aquí, y no se va, no te preocupes mi vida, que la mami no se va” pero fracasé. Así que, al final, nos echamos las dos sin comer ni nada en la cama, tratando de sofocar las lágrimas, hasta que entre suspiros, logramos quedarnos dormidas.
Fueron dos horas, dos dulces horas en que tuve a mi hija junto a mí, a mi lado derecho, sin moverse apenas, sin dar vueltas, solo durmiendo. Hipaba, el llanto fue intenso, y el consuelo llegaba poco a poco, con cada minuto.
A día de hoy llevo muchos momentos así vividos con ella, solo que la que llora soy yo, y la que hipa también. Junto a su pequeño cuerpo siento con más intensidad que nunca el miedo a morirme, a dejar de verla, de darle mi cariño, mi apoyo, mi consuelo, mi calor… Eso es lo más duro de todo.
Pero también, cuando me faltan las fuerzas, a su lado recargo la batería. De ella salen todos los argumentos con que estoy luchando cada día. Y a ella le pienso brindar las dos orejas y el rabo que quiero arrebatarle al toro del cáncer, que me ha dejado dos heridas por asta, con trayectorias distintas, en mi pecho y axila izquierdos.