Cuento blanco | Yo también tengo cáncer - Blogs laverdad.es >

Blogs

Isabel Franco

Yo también tengo cáncer

Cuento blanco

Estaba sola. En medio de una plaza sobre la que confluían varias calles. Se sabía observada, pero aislada a la vez por los mismos pares de ojos que la controlaban con sigilo desde un escondite absurdo.

No recordaba cómo había llegado allí. Se sentía igual que con resaca. En su mente vagaban las imágenes de una gran fiesta; alegría, descontrol, amigos, diversión, risas. Todo era tan agradable…

Todo iba tan bien…

Y de repente, sin poder explicar lo ocurrido, sus pies atrapados en esa gran piedra que ahora la sostenía en pie, en medio de un lugar desconocido. No le cabía duda “debe ser una broma macabra del destino”.

Pasaban las horas y ella no se movía. Erguida en el mismo lugar esperaba que algo, “un pliegue en la dimensión del tiempo”, cambiara aquello. Pero, por otro lado, se dio cuenta de que más allá de su fantasía pocas cosas iban a cambiar en las próximas horas, en los próximos días. “Quien sabe, incluso puede que nunca vuelva a ser igual”.

De repente empezó a llover. Pensó que era bueno. Pensó que el destino le estaba echando una mano. Levantó por primera vez la mirada hacia el cielo. El primero de mil gestos iguales que habría de repetir en el futuro. Abrió la boca. Tragó agua. Buscaba saciar su sed. Los primeros tragos le calaron el ser. Entraron directos al fondo de su alma. Y le escocieron. Estaba salada. Llovía agua salada. No lo entendía. No se explicaba qué pudo cambiar tanto el sabor del agua. El mismo líquido venido de ese lugar azul e idílico, que en su infancia le encantaba cazar entre correrías.

Lo notó de repente. No sabía cómo reaccionar. Estaba perpleja. Llovían lágrimas. Era su propia tristeza la que recorría su cuerpo, gota a gota, hasta bañarla por completo, empapando su alma de una pena húmeda y fría. Comenzó a temblar. Era demasiado. No podía seguir. “No puedo más”.

Pasaba el tiempo, horas y más horas, y nada cambiaba. Nadie aparecía. Seguía sola y sin saber qué hacer. Poco a poco, fue deduciendo que sólo estaba en su mano dar un giro a la situación. Únicamente ella podía hacer algo por sí misma. Estaba mojada, triste, cansada, confusa, perdida en un lugar desconocido, se sentía amenazada por el vacío existente a su alrededor y se sabía irremediablemente unida a una piedra que debería de arrastrar a cada paso. Si es que se decidía a andar.

Cansancio, apatía, confusión, más confusión, y pena. La tristeza era como una gran mancha de aceite que se iba extendiendo a su alrededor. Lo manchaba todo y lo dejaba pegajoso, desagradable. No podía limpiarlo, no había manera de limpiarlo, y la mancha cada vez era más grande. “Pobre de mí, nadie me ayuda, no se imaginan lo triste que estoy”.

Hablaba para si misma, susurrando, tratando de aferrarse a sus sentidos para no perder la compostura. Los susurros cada vez iban a más, eran más fuertes y casi se convirtieron en gritos. Un torrente expresivo en medio de ningún lugar.

“Psssss, silencio, espera, escucha, a lo mejor te contestan” se decía. Parecía un sueño. Un sueño que comenzó a materializarse progresivamente. Primero más bajito. Voces que parecían salidas de su propio recuerdo. Luego más fuerte, pero siempre susurros.

Una mancha blanca comenzaba a acercarse a ella. Estaba agotada, totalmente desorientada y con la sensación de haber perdido por completo la noción del tiempo y de sí misma. La mancha temblaba, la veía titilar como amenazada por la suave brisa que dejó la lluvia. Se acercaba poco a poco, a cada paso ganaba en claridad, en luz, el blanco era más intenso. La deslumbraba. Cerró los ojos.

“Toma, es para ti”, una niña le tocaba, le hablaba, le estaba entregando algo. No se lo podía creer. Notó como su corazón se abría, cómo dejaba pasar la alegría de aquella visión, y la saboreaba con gusto. El contacto con la niña le devolvió al mundo de las personas. Al lugar del que no debió salir nunca, de donde fue arrebatada por una realidad más fuerte que el ritmo inexorable que empuja las agujas del reloj a cada segundo.

Le entregó un puñado de globos. Eran todos blancos, se movían de un lado a otro, balanceados con suavidad por el movimiento que aún recordaban. Flotaban en la misma realidad que ella, pero parecían felices, daba la sensación de que se sentían cómodos en su mano. Los globos y ella no se sentían igual, era evidente, a pesar de encontrarse en una situación parecida: En medio de ningún sitio, trabados por la base y con una única compañía al final de sus extremos.

En ese momento sintió envidia, envidia por los globos, por su pasado “tan diferente del mío, seguro” y por la sensación de serenidad que irradiaban. “¿Porqué ellos y yo no?” y decidió investigarlos.

Entonces se olvidó de las miradas, de la soledad de la plaza, de la humedad de la pena y de su tacto pegajoso. Se dispuso a observar hasta el último rincón de cada uno de esos diminutos cuerpos sintéticos rellenos de aire. Miraba por uno y otro lado, hasta que observó una pequeña inscripción en la base de cada uno:

“Eres inocente, tú no tienes la culpa de lo que te ha ocurrido”

“No estás sola, mira a tu alrededor y pide que te acompañen, alguien

aparecerá”

“Ten confianza, los profesionales quieren ayudarte a salir de aquí”

“La piedra se compone de miedo y tristeza, ayúdala a disolverse”

“Exprésate, di lo que sientes, eres un ejemplo para otros”

“Se paciente, recuperarás tu vida”

Y si todo esto no te vale; “Te quiero”

Dio un salto. No esperaba el último mensaje. A decir verdad no esperaba ninguno de ellos. Miró hacia sus pies, al saltar la piedra se había movido, había avanzado un poco, ya no estaba en el mismo lugar y eso le permitió tener la sensación de que algo estaba cambiando. “Si quieres que cambie haz cosas diferentes”, pensó, y volvió a saltar.

De repente, uno a uno, un numeroso grupo de personas fue saliendo de las esquinas, de los portales, de los comercios. Todos se encaminaban hacia ella. Iban vestidos como para un carnaval, con atuendos de diversa naturaleza y poca ropa de calle, pero tenían una cosa en común; sólo la miraban a ella. Y se sintió bella. Bella por dentro. Sintió un calor que le llenaba una vez más el corazón, el mismo al que asomó tímidamente la alegría en forma de niña vestida de blanco. El calor iba a más, crecía y crecía hasta que comenzó a rebosar. Y la grasa de la pena se comenzó a derretir, abriendo un camino que le acercaba a cada pequeño salto a las personas.

Siguió saltando. Saltando. Saltando. A veces tropezaba, otras casi perdía el equilibrio, y volvía a ajustar la intensidad del brinco para no dañarse.

Y así logró llegar a la gente, y facilitar que la gente llegara a ella. Y se sintió como los globos; flotando alegre y confiada, mecida por un vaivén cálido y ameno. Estaba entre los suyos, personas de su misma naturaleza y condición que se acercaron a ella en cuanto tuvieron la sensación de que les necesitaba; cuando la vieron luchar por sí misma.

Y siguió saltando y avanzando, sonriendo cada vez más y disfrutando de pequeños detalles que descubría a cada salto, favorecida por la lentitud de su paso para descubrir matices que nunca contempló cuando llevaba ‘el ritmo habitual’.

La piedra desapareció, se disolvió en la alegría vital que ella sentía, como la sal en el agua. Volvió a caminar, a ser dueña de sus pasos, del ritmo, de la distancia. Pero nunca fue lo mismo, porque ahora quería seguir disfrutando de los matices, de esos pequeños detalles que hacen cada segundo diferente del anterior.

Y la niña, al verla tan feliz, se quedó con ella. Creció compartiendo alegría, esperanza e ilusiones. Todas ellas palabras dibujadas alguna vez por una mano misteriosa en un puñado de globos blancos.

Temas

Experiencias vividas en torno al cáncer por una periodista murciana que ha sobrevivido a la experiencia

Sobre el autor

Periodismo. Social Media. Formación. Aprendiz eterna. Sobreviviente del cáncer. Una entre tantos. Ni más, ni menos.


diciembre 2009
MTWTFSS
 123456
78910111213
14151617181920
21222324252627
28293031