García Martínez – 9 febrero 1993
Es la fatalidad quien impide que los hombres seamos algo más que nadie o nada. Por mucho que pretendamos controlar si quiera un poco de nuestro destino, lo único que obtenemos es la mera ilusión de creernos alguien. Y así vamos tirando, a la fuerza engañados por que a la fuerza ahorcan. Somos esclavos de eso que se llama fatalidad. Un personaje siniestro, ubicuo, tozudo, hipócrita, traidor y frío como el hielo de montaña.La fatalidad circula a sus anchas por nuestro pobre cuerpo.
Hace footing en el interior de las venas y las arterias, descansa sentada sobre las células, pulsa las teclas que producen dolor y se emborracha de sangre en la bodega del ventrículo izquierdo. En el fragor de una de sus tremendas bacanales, una noche, cuando menos lo esperas, la fatalidad-ebria y ciega- se pone a caminar sobre uno de esos frágiles hilos que nos mantienen conectados a la vida… y ya todo es catástrofe.
La fatalidad solo se manifiesta como ella si bebe demasiado.
Estando sobria, su disimulo te lleva a creer que podrás emprender ese viaje a Méjico con el que íbamos a celebrar un aniversario redondo. El aniversario veinticinco, que no es mal número. Te deja ver los folletos, renovar las viejas maletas, encargar los billetes… Hasta que en la noche de un lunes, borracha otra vez destroza, y destroza, y destroza… Algunos opinan que la fatalidad es Dios mismo.
Yo me niego a aceptarlo.