García Martínez – 22 febrero 1993
La austeridad bien entendida empieza, además de por uno mismo, por la andorga. No digo que haya que dejar de comer -bastante gente hay ya en huelga de hambre-, pero sí procurar, sobre todo en estos tiempos de crisis, un recorte en el lujo innecesario de ciertos menús. Esto, en lo que se toca al común de las gentes. Ni que decir tiene que, en el caso de los políticos y similares -a quienes les pagamos nosotros la cuenta del restaurante-, el comportamiento tendría que ser ejemplar.
Y digo lo que digo porque, a pesar de que vivimos -o morimos- tiempo de crisis, los políticos andantes siguen echando mano al marisco y los solomillo en las, así llamadas, comidas de trabajo. No está bien que si nosotros, en casa, nos atenemos a la más estricta (y económica) dieta mediterránea, estos señores se estén comiendo a Pavía con nuestros dineros.
Además, el único trabajo que se suele hacer en esas comidas de trabajo es el de menear los quijales y hacer frente luego a una digestión adormecedora e incluso paralizante.
Una botella de tintorro acompañada de garbanzos torraos es condumio que ayuda a no padecer diverticulitis y a tener las ideas claras, en un momento en que tanta necesidad tenemos de esto último. Así como tampoco sería mala medida evitar la coincidencia entre la hora de almorzar o cenar y la hora de las reuniones.
Que no sean tan golfos, vaya. Eso es lo que quería decirles.