García Martínez – 11 abril 1993
No hace mucho, Fidel Castro ha nombrado ministro de Asuntos Exteriores a uno que se llama Robaina. Me dan ganas de no llenar de palabras la ventanita. Si, desde esta línea, la dejo en blanco, seguro que el lector la rellena. Pero, vaya, a mí me pagan por hacer esto, y tampoco es cosa de renunciar al potaje.
¿Puede un ministro llamarse Robaina? En Cuba, ya se ve que sí. Tampoco diría que no, tratándose de Suecia. Pero, ¿dónde más? Desde luego, en Italia iba a ser la repera, El país entero se desternillaría de risa. ¿Yen España? Nada, imposible. Diré más: aun cuando España fuera el país menos corrupto del mundo, ninguno de nuestros ministros podría responder por Robaina.
Apellidos como Robaina, Chorizo, Sacamantecas, Presunto y similares no tienen nada que hacer en política. A esos desgraciados -dicho en el mejor de los sentidos- sólo les quedaría la posibilidad de ir por la vida tapados con un pseudónimo. Lo que pasa es que, conociendo al personal, no pasarían ni cinco minutos antes de que se hiciese pública la verdadera identidad.
De modo que no hay tu tía, ¿Se imaginan ustedes los titulares? “El ministro Robaina se entrevista con el secretario del Tesoro de los Estados Unidos”, ¿Se imaginan las apostillas de la gente? “¡Pues se jodió el Tesoro¡” responderíamos los cuarenta millones de chistosos que habemos en España.
Esto lo cuento para que vean ustedes lo compleja que es la vida.