García Martínez – 8 mayo 1993
Las cosas son para lo que son, como ya dijo Descartes. El agua, para beber, lavarse (aunque menos) y regar. Los libros, para leerlos (aunque menos) y exhibirlos en el mueble donde reina el televisor. Las toallas, para secarse (aunque menos) y para hacerse un turbante. Cuando algo o alguien son utilizados para papeles diferentes a los que se supone que deben interpretar, el ciudadano entra en situación de desconcierto. Así, al convertir a un juez famoso en político. Así, al utilizar el tren para hacer propaganda. Así, al servirse de un quiosco callejero para lo mismo.
Los socialistas han preparado unos vagones que recorrerán España. Los viajeros explicarán a la gente lo cojonudo que es Felipe. Ya adelanto que habrá problemas. Tú llegas a la estación confundes el tren socialista con el Talgo de Madrid, te montas y cuando te quieres remirar, estás en Badajoz. El cabreo será mayúsculo.
Y, luego, lo del quiosco. Los quioscos son, de toda la vida, para comprar pipas, tabaco y cromos de La bella y la bestia. Si yo pido un paquete de Ducados y, en lugar de eso, me venden las bondades del PSOE, podría ocurrir algo muy lamentable. No sé, chico.
El otro día, la nueva presidenta de la Comunidad murciana tomó posesión en una iglesia. Desacralizada pero iglesia. Y allí estaba el señor Obispo, que le entraron unas ganas terribles de decir una misa cantada, y se las tuvo que aguantar, el pobre.