García Martínez – 13 mayo 1993
Estoy leyendo al mismo tiempo las memorias de Cela y de Manuel Vicent. Dos buenos escritores, si se me permite decirlo así. Y, una vez más, la experiencia me lleva a concluir que el mundo es un pañuelo y la vida una broma (más o menos pesada, según los casos). Pues tenemos que el Cela artillero del ejército nacional -alto, delgado y un poco tísico- llega con su batería al Levante. Y allí, entre naranjos, existe en esos momentos un criajo de cortísima edad y ojos claros, que le dicen Manolito Vicent.
Ni el uno sabe del otro, ni tampoco el otro del uno. Y, sin embargo, están ahí juntos, envueltos en perfume de azahar y rumor de agua. El artillero Cela desconoce que el padre de Manolito se ha pasado la guerra civil escondido en la buhardilla de su vivienda. Lo que le preocupa mayormente al artillero es que no le roben una de las dos únicas botellas de orujo que le quedan en la mochila. A lo mejor se vieron sin verse, el valencianito y el gallego. Supongamos: una mujer lleva en brazos a un niño. El artillero -cabo al que después le arrancarían el grado…, se para un momento y mira, por mirarlo, al pequeño de pelo rubio y no ocurre nada más.
De modo que Cela y Vicent -dos estupendos escritores, si se me permite decirlo así- se cruzaron un día ya lejano. Y quizás se hayan enterado ahora, medio siglo después, leyendo cada uno las memorias recién publicadas del otro.