García Martinez
TODOS los años por estas fechas me divierto un montón fastidiando a la gente. Es una licencia que el lector me permite. O así lo entiendo yo, pues nadie me ha dado aún el pescozón que por mi maldad merezco. La cosa es que, en llegando a la mitad de julio, los que vacan en este mes empiezan a padecer insomnio. Y no tanto por los mosquitos, o por el calor, como por la ansiedad que les produce saber que, dentro de dos semanas, habrá que volver al trabajo.
Los días se hacen más cortos y las noches más largas. El holganteda vueltas y vueltas en la cama. Cuenta borreguitos, piensa en algo que le aburra (como los concursos de la tele), o la sesión de investidura, pero nada. El inicio de la cuenta atrás echa a perder todo su disfrute. Sólo imaginar que tendrá que vérselas de nuevo con el jefe, lo saca de quicio. Y entra el hombre en una a modo de situación depresiva que le impide gozarse en la vacación. Se torna irritable, pega a los niños y discute con la mujer. Descubre que la holganza anual es sólo un grano de arena en la infinitud de la playa. Y que aquello que manda y gobierna nuestras vidas es la atadura al inevitable yunque.
No es cierto que el ser humano en vacaciones se beneficie de los treinta y un días ordenados. Entre los cuatro o cinco que pasa al principio, hasta que se acomoda, y los quince que pierde luego, ¿que le queda? Los sindicatos deberían intervenir. Y pronto.