García Martínez – 16 septiembre 1993
Cinco millones de críos volvieron ayer al cole. Esta es una liturgia que tiene lugar todos los años por las mismas fechas. De ahí que pase sin pena ni gloria, en plan rutina.
Como el discurrir de las estaciones. Sólo de tarde en tarde, algún loco hace unos versos. Y, sin embargo, la educación de los enanitos es una cosa muy gorda. Hasta el punto de que no entiendo muy bien cómo la dejamos en manos de un ministro. ¿Qué es un ministro, si bien se mira? Humo de pajas, con perdón.
Se trata de alimentar las cabezas -cerebro, cerebelo e istmo del encéfalo- de unos chavalines que, dentro de cuatro días, serán hombres. Hay que enseñarles lo que es la vida (lo que nosotros creemos que es la vida) y la mejor manera de vivirla.
Que aprendan a respirar en el mundo. Y no puede ser que los padres nos limitemos, cuando llega un día como el de ayer, a ponerles en la espalda una mochila con los libros y el bocata, mientras les decimos: “¡Hala!”.
Esto de educar -si se le puede llamar así- a los que vienen detrás de nosotros es algo mucho más importante que el pacto social Más que los acuerdos entre israelíes y palestinos. Casi más que la boda de Chabeli. Y no parece razonable que, si a esos temas se dedican telediarios y páginas de periódico a gogó, despachemos el futuro de los chiquillos con unas declaraciones típico tópicas del ministrejo de turno. Un crío es mucho crío.