García Martínez – 24 septiembre 1993
Como andamos tan embebidos en las incidencias de lo cotidiano, se nos escapan las mejores. Flotamos en la superficie, recibiendo palazos de un lado y de otro. Cuando queremos darnos cuenta de que existimos, cae la tarde, se acaba el día y viene la noche eterna. La distracción que producen las naderías nos impide pensar acerca de la “vida y sus cosas. Pocas veces nos detenemos en la contemplación de un pimiento. Más aún, nos permitimos decir que esto o aquello nos importa un pimiento. Y, sin embargo, un pimiento es en sí mismo más hermoso que algunos cuadros del Museo del Prado. Y qué contarle si hablamos del Museo de Arte Contemporáneo.
Hoy me refiero al dormir. Los hombres (y las mujeres, desde luego) nos limitamos a dormir, sin pararnos a reflexionar sobre lo que supone y significa permanecer inconscientes, dentro pero fuera de la vida, durante tantas horas. Si se mira bien, dormir está barato como estupendo. Y benéfico. Para uno, por lo que tiene de neutro y reparador; y para el común, porque mientras duerme, el hombre no es lobo del hombre. Ningún daño hace a nada ni a nadie -permaneciendo en reposo- el colectivo humano.
Dormir es placentero. No propiamente dormir, sino ir dejándose caer, en la duermevela, por el tobogán del sueño. Hay quienes lo entienden. Son los que se hacen avisar antes de hora por el despertador, para deleitarse con la idea de que aún pueden dormir un poco más.