García Martinez – 1 noviembre 1993
Desde hace un tiempo no me gusta que se les llame muertos a los que han muerto. Antes me daba igual. Es verdad que quienes murieron, muertos están. Pero eso no significa que no sean muertos. Al decir aquí yace un muerto, parece como si le reconociésemos un algo de vida a lo que carece en absoluto de ella. No yace un muerto, yace un cadáver. O sea: un objeto inane, escombro de lo que fue un ser vivo. Cuesta entenderlo, sobre todo al principio. Es difícil aceptar que, cuando acudes al cementerio con las flores, no se las pones a un muerto (a tu muerto) sino a ti mismo. Al recuerdo del ser querido (y no ido) que se quedó acompañándonos –más vivo que muerto- dentro de cada uno de nosotros.
Tampoco sirve esa imagen un poco simple de que quien allí reposa duerme. No duerme. Ni descansa. Como imagen literaria queda bien, pero no pasa de ahí. No descansa la tierra sobre la tierra, ni el polvo sobre el polvo. Ya lo he dicho: en la tumba sólo se guarda (y no reposa) el derribo –aunque derribo venerable- que, ateniéndonos a la conversación social, rescatamos de la intemperie para que no le cayera la lluvia encima. Las flores que lucen hermosas delante de esa lápida son también cadáveres. Murieron al arrancarlas de los arriates. Y pronto serán escombro con el que se adorna el escombro.
Yo soy mi propio cementerio. Y por eso hoy, día de la festividad, voy por la calle con un clavel en la solapa.