García Martinez
ESTE que hace a Jerusalén el Rey de España es un viaje diferente. Ir a la Europa rica tiene el color del acero bruñido. Acercarse a la Europa pobre muestra tonalidades de hierro viejo. Volar el Monarca a los Estados Unidos se resume en los meros bríos optimistas de la marcha titulada Levando anclas. Lo de Jerusalén (no el año que viene, sino ya mismo, en Jerusalén) es otra cosa. El peregrinaje al origen de las tres religiones más grandes presenta, a quien lo mira con atención, los tonos totales del dorado crepuscular. El áureo resplandor del metal mítico.
Tantísimas veces, los asuntos más graves que aquejan a la Humanidad, lo que parecen irresolubles, se enderezan por medio de un simple gesto. El mismo Isaac que acepta ahora estrechar la mano de Arafat, ¿hubiera podido imaginar siquiera algo así? Cuánta sangre y cuántas lágrimas y cuantos ríos de tinta se habrían evitado. Puede que (ya mismo, en Jerusalén), la definitiva paz esté a punto de caramelo. Y en esto que va el Rey. No uno de esos reyes nórdicos, tan pálidos. Tampoco africanos. Es un rey mediterráneo, de alguna forma entreverado de árabe y judío, heredero de reyes tan católicos como los Reyes Católicos. Aquellos que…
Han pasado sólo unos pocos siglos. Y todavía somos nosotros lo bastante árabes y lo bastante judíos, como para que la visita del Rey de España tenga duende, misterio y olor a Historia.