García Martínez – 12 noviembre 1993
Por fin he vuelto a ver un camión lleno de verde. Digo alfalfa. Yo iba en el coche. Y el forraje, delante de mío. Como la zanahoria en el morro del caballo, estimulándolo. ¡Que hermosura! La tierra alfalfa, recién segada, olorosa de vida y de milagro, verdor intermedio (ni claro, ni oscuro: lo justo). Quien más quien menos, los domingos recuerda su infancia, cuando el entorno era de alfalfa. Y se pregunta: ¿habrá desaparecido la alfalfa?
Me han entrado ganas de aparcar en la cuneta y subirme encima de la montaña mágica. Tumbado sobre la alfalfa, aspirando su vaho, mirando al cielo, como si no hubiera pasado el tiempo. El camión se hace carro, la cabina se torna burro y el chófer me aparece carretero. Canta, el hombre, por Farina. Con el traqueteo, la alfalfa roza la camisa blanca, se pintan los codos de clorofila. Si me dan un tomate, pero un tomate huertano –de esos gordancos y con tripas-, me como un manojo de alfalfa para acompañar.
-¿Se lo come?
¡Si, coñe! Vamos a romper moldes, volvamos al 68. Tomar alfalfa en ayunas. Con un poco de aceite de oliva. Y defecar luego -¿será por fibra?- crema de alfalfa. El cronista ya comió alfalfa en su niñez. Y evoca su labor a Naturaleza. Comes alfalfa y es como si te comieras una porción de paisaje. La verde alfombra en la que puntean de rojo los ababoles. Tal que guindas. ¿Qué va a tomar de entrada el señor?
-El señor tomará alfalfa.