García Martinez
A casi una veintena de senadores se les indigestó el atascaburras que les sirvieron en el restaurante del Senado. Y andaban, los pobres, con retortijones y correncias sin cuento. En el menú figuraban más especialidades. Pero, en la distancia, sin poder meter la nariz en las ollas, a servidor sólo se le ocurre culpar al atascaburras.
No es que yo piense –Dios me libre- que los senadores son borricos atascados. Lo que deseo significar es que si un burro, o una burra, tan corpulentos como son (incluso si pollinos), se atascan en tan recio plato, ¿qué será de los senadores, si alguno habrá que ni siquiera pese cincuenta kilos? Desconozco cuál es el peso medio de los senadores. Lo que el lector se pregunta es qué hace un senador, en día de trabajo, hartándose de comida manchega. ¿Qué agilidad mental será la suya, si les recorren los vericuetos del cerebro los vapores del Tomelloso? ¿Cómo podrán mantenerse mínimamente despiertos, mientras les bulle y se les menea en la andorga el que fuera suculento material?
Dios ha castigado a los senadores con esta diarrea que ellos dirán inoportuna, pero que es del todo justa. Los días de labor deben pasarlos los padres de la patria en plan vegetariano. Una acelga y cuatro rábanos bastan y sobran. Cualquier otra actitud raya en lo temerario.
-Y menos mal que no les dieron gazpachos.
Pues, mire, se equivoca: que el buen gazpacho, bien se digiere.