García Martinez –20 diciembre 1993
Ves a Floro y te parece cualquier cosa menos un entrenador de fútbol. Un muchacho de Acción Católica, por ejemplo. O un aventajado estudiante de Teleco. Con sus gafitas redondas, su carita de bueno, su camisita y su canesú. La saqué a paseo, se me constipó…
-Ya vale, ¿no? Vamos a ver si gastamos formalidad, coñe.
Usted perdone. Lo que quiero decir es que este chico no da la pinta. Yo no veo mal, ni tampoco bien, que no la dé. Creo que eso nada influye en los resultados. ¿Qué le apetece ir de dandy? Pues que vaya. Otros preparadores han querido imitarle. Clemente, por no ir más lejos. Pero no hay punto de comparación. Porque no basta con vestirse de esta o de otra manera. Hay que dar el tipo. Y, más que el tipo, la carica. Lo que si le exigimos a Floro es que se decida. O elegante, o vulgar, pero no mitad y mitad. Si elige lo primero, no se le puede consentir que pegue esos silbos tan ostentóreos que pega. Y, encima, colocándose de cierta manera los dedos en la boca. Porque lo echa todo a perder. No le va a ser silboso.
Comprendo que los entrenadores tengan que hacer de algaregos con sus futbolistas, mandándoles órdenes concretas desde el foso. Pero en el caso de Floro, se las tiene que arreglar de tal manera que no desmienta la buena imagen que deel tenemos. ¡Hombre! Que es como si los chicos fueran cabras, y el míster su pastor. Ya sólo falta que se coman el césped.